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LOS CANGREJOS ROJOS
y otras historias de un sobreviviente.

Juan José Cabezas

Versión V - Completo - 10-2010


Índice General

Prólogo

La idea de hacer este pequeño libro nació pensando en mis cuatro hijos y mis nietos que, al momento de escribir este prólogo, ya son tres.

En realidad, el libro no sólo surgió pensando en ellos. Fue escrito para ellos.

Me tocó vivir en un período difícil de la historia de mi país en la segunda mitad del siglo XX y sentí la necesidad de transmitirles como viví y sobreviví esa época tan dinámica y compleja.

La alternativa de cumplir con este sentimiento por medio de un relato oral quedó descartada en junio de 2007, cuando alcancé los 60 años de edad. Yo podía, con el mayor de los placeres, narrarles mis recuerdos del siglo pasado. Pero mis nietos son bebes y además, junto con sus madres, es decir, mis hijas, viven en el exterior.

Mis hijos menores, por su parte, son dos niños que, por suerte, prefieren jugar al fútbol o con la computadora antes que hablar de cosas serias que ocurrieron hace varias décadas.

Tenía que escribir nuestra historia para que, cuando les llegue el momento adecuado a cada uno, puedan leerla si lo desean.

Y así comenzó este proyecto tan agradable para mí.

Lo primero, como suele ocurrir con todos los desafíos que nos gustan, fue soltar las amarras y dejar volar libremente la imaginación.

El libro deberá estar dirigido, sin dudas, a lectores jóvenes. Que probablemente hablen el español pero que, tal vez, no vivan en Uruguay o, al menos, no residan regularmente en nuestro país.

Por esto, nada del Uruguay deberá darse por conocido. El relato no podrá manejar sobreentendidos o supuestos típicos de los habitantes del Río de la Plata.

En cambio, podríamos dejar pasar algunos códigos restringidos relativos a nuestra familia y amigos ya que mis hijos podrán comprenderlos y mis nietos dispondrán de sus padres para decodificarlos.

Pronto me percaté que este reto no era algo sencillo, para mí, para un ingeniero.

Mal o bien, estamos acostumbrados a redactar reportes técnicos, actas de examen, expedientes universitarios, trabajos científicos y manuales para los usuarios de cierto producto. Pero nosotros no hemos sido educados para escribir sobre nuestra vida.

Frente a esta realidad contundente, tomé una decisión radical: el libro será hecho con las herramientas y las metodologías de la ingeniería. Seguramente no serán los mejores instrumentos para escribirlo, pero son los que conozco, los que estoy acostumbrado a usar.

No pretendía, de esta forma, competir con un escritor profesional. Sólo trataba de compensar, al menos en parte, mis limitaciones literarias usando los métodos y técnicas de la Ingeniería en Computación.

El riesgo que podía correr era que el producto final se acerque más a una obra de ingeniería que de literatura.

De todos modos, creo que no tenía opciones.

Empecé, entonces, a orientar mi trabajo de ingeniero hacia un área donde no había incursionado antes.

Comenzamos por los aspectos metodológicos.

Si el libro es un problema suficientemente grande y complejo (y para mí lo era) aplicaremos la técnica de ''dividir y conquistar''. Dividiremos el problema original en varios problemas menores, más sencillos de resolver uno a uno.

En otras palabras, consideraremos el libro como una estructura de capítulos. Se creará un boceto de estructura que, en la medida que se vayan definiendo los capítulos, se irá refinando en versiones sucesivas.

Para disminuir la complejidad, los capítulos no serán muy extensos y estarán vertebrados por una historia autocontenida. Esto no significa que los capítulos sean absolutamente independientes transformando el libro en una simple recopilación de historias.

Por el contrario, la estructura del libro deberá asegurar que cada capítulo aporte un componente imprescindible para construir una unidad temática, una sola historia, un sólo objeto, el libro.

A esta altura yo ya estaba realmente comprometido con la idea del libro pero no tenía nada escrito. Era sólo un sueño.

De manera que, con bastante timidez, nos atrevimos a especificar un esquema de la primer versión de la estructura y luego, a redactar resúmenes, ideas o partes de algunos capítulos que se habían definido como medulares en la estructura.

Y así fui acumulando borradores. Luego volvíamos a revisar la estructura y de nuevo más texto para los capítulos. En esta etapa, nada se descartaba, seleccionaba o clasificaba, todo se acumulaba en la computadora.

Cuando llegué a algo que me pareció interesante dí un paso crucial.

Le envié a mis hijas, a mi hermana y a mi esposa un borrador del capítulo 4 (El paquete) que me parecía uno de los más representativos de lo que estaba tratando de hacer ya que integraba los recuerdos de mi madre con los míos.

El resultado fue más estimulante de lo que esperaba. Recibí toda clase de ideas, aportes y correcciones. Pero, sobretodo, percibí un gran interés de mis hijas por recuperar ese pasado.

Ahora podía intercambiar ideas con mi familia sobre el proyecto. Ya no estaba sólo en mi cabeza.

Tiempo después, les envié una versión -aun sin corregir- de los primeros 8 capítulos de Los Cangrejos Rojos.

La lista de lectores de esta versión casera comenzó a crecer y yo incorporaba más ideas y más correcciones.

Finalmente, el proyecto del libro se transformó en un libro. El ingeniero aprendiz usó toda la tecnología que pudo pero lo que realmente le permitió hacer de Los Cangrejos Rojos algo viable y posible fue el apoyo de un formidable equipo constituido por mi familia y amigos.

El principal objetivo del libro quedó cumplido al ver cómo mis hijas se integraron naturalmente al proyecto, leyendo los capítulos y participando en su evolución. Además, esto me da una buena expectativa de que, al crecer, mis hijos varones y mis nietos también puedan leerlo y comprender algo de como vivíamos en épocas tan lejanas que, por ejemplo, los Beatles no eran considerados parte de la música clásica.

Me sentí sorprendentemente aliviado cuando terminé Los Cangrejos Rojos. Quedé en paz. Sin deudas conmigo mismo. Es una buena sensación.




Montevideo, 23 de marzo de 2009.

. .

He's a real nowhere man,

Sitting in his nowhere Land,

Making all his nowhere plans

For nobody.

Doesn't have a point of view,

Knows not where he's going to,

Isn't he a bit like you and me?

Johb Lennon

1. El accidente

No era una melodía. Pero era un sonido dulce y agradable, a pesar de tener un tono básico constante.

Yo flotaba en el aire del taller contiguo al garage de la casa de mis padres en Punta Gorda, un lindo barrio residencial de Montevideo, capital de la República Oriental del Uruguay.

No llegué a ver una luz como dicen otros que han llegado más lejos en el camino hacia la muerte y volvieron para contarlo.

La creencia de que, al morir, el alma se desprende del cuerpo parecía confirmarse por lo que me estaba sucediendo. Me sentía completamente ajeno a mi cuerpo.

Sin embargo, no tenía la menor percepción de movimiento. No recuerdo la sensación de desplazarme en el espacio. Sólo sentía que flotaba en la habitación.

Estaba completamente en calma, no había dolor, no veía. Sólo flotaba acompañado de ese sonido tan confortable. Me apenaba morir así, pero no me preocupaba. Me entristecía imaginar el dolor de mi familia al verme muerto.

No sé si fue que alguien me arrastró para sacarme del taller, pero de pronto sentí que mis pulmones se llenaban de aire, mi corazón latía, dejaba de flotar y el sonido de flautas era substituido por gritos reales.

La vida volvía y con ella la angustia, la desesperación. Pude sentir que la mano izquierda estaba herida. La pierna derecha igual. Alguien puso una sábana o algo así sobre mi rostro y me moví para que la sacaran. No podía hablar. Me llevaron en una camioneta al Hospital de Clínicas, el hospital universitario de Montevideo.

Durante el trayecto sentía la voz de Papocho, mi abuelo, lamentándose de lo ocurrido. Yo sólo quería que la camioneta fuera más rápido, más rápido.

Llegué al hospital aún consciente. En la urgencia me iban a hacer una traqueotomía pero uno de los médicos me preguntó si podía respirar bien, asentí y me durmieron.

Horas después, los médicos le informaron a mi familia que había sufrido un grave accidente. Había perdido mucha sangre. La visión de ambos ojos seriamente dañada, particularmente el izquierdo. Fractura de maxilar inferior. Fractura expuesta de la pierna derecha. Las manos estaban mutiladas principalmente la izquierda que, en un principio, se llegó a informar que había sido amputada. La discreta esperanza de los médicos en mi recuperación se sostenía en que, además de mis 23 años, ningún órgano vital había sido tocado por la explosión.

Todo ocurrió en la soleada mañana del jueves 19 de noviembre de 1970. A partir de ese momento y por varios años Juan José Cabezas desaparecería y surgiría -allí, en una cama del noveno piso del Clínicas- Cleanto, el guerrillero del MLN (Movimiento de Liberación Nacional - Tupamaros).

Cerca de mi cama, un policía me custodiaba día y noche a la espera de mi recuperación para ser interrogado y trasladado al Hospital Militar.

No recuerdo mucho de los primeros días después del accidente ya que mi estado era crítico. Supongo que deliraba porque tengo imágenes muy extrañas como que mi cama estaba cada vez más inclinada y me caía al suelo. O que me paseaban en una camilla por algo parecido a un parque, soleado, con muchos árboles.

El accidente se debió a una bomba casera que explotó en mis manos. El MLN nos había encargado la construcción de bombas controladas por un mecanismo de tiempo para producir daños materiales en locales de empresas consideradas símbolos del imperialismo norteamericano en Uruguay.

Nuestro grupo, un servicio de radio-comunicaciones de la columna 15 del MLN, no tenía conocimiento ni experiencia en la construcción de bombas. No era nuestra área de trabajo.

¿ Que pasó ? Es difícil saberlo con exactitud, pero creo que uno de los controles de seguridad para activar el mecanismo de tiempo no se instaló correctamente por lo que, al colocar la batería, la bomba quedó activada para detonar en 12 minutos, cosa que efectivamente ocurrió mientras la colocaba en una caja de cartón para ser entregada al comando que la utilizaría.

Los mecanismos electrónicos que controlaban el tiempo de estas bombas eran fabricados por nosotros y no poseían los niveles de seguridad requeridos para su uso con explosivos.

Por otra parte, yo fui la única persona herida por las bombas fabricadas por nuestro equipo.

Este grupo de radio-comunicaciones desarrollaba su actividad en la casa de Punta Gorda donde vivía mi familia sin llamar la atención de sus habitantes o los vecinos.

La razón de esto era que los miembros del grupo éramos del barrio y conocidos por todos. Sylvia, en particular, era mi novia y a nadie le resultaba extraño vernos juntos. Los demás miembros eran amigos antes de ingresar al MLN y frecuentaban la casa de mis padres con toda naturalidad.

En menos de dos años todo el grupo, excepto yo, estaría en la cárcel.

La casa de mis padres había sido construida en 1960. Tenía en su frente un mural abstracto, típico de esos años y que, sin embargo, la gente del barrio identificaba con una cigüeña. Era conocida como la casa de la cigüeña de la calle Palmas y Ombúes.

En esta casa vivían mis padres José y Regina, mis abuelos Mamocha y Papocho, mi hermana Titina y yo.

Era una casa de dos plantas muy cómoda, con jardín al frente y un gran fondo donde se encontraban el garage con el taller de electrónica donde ocurrió el accidente, un lavadero, un parrillero y un apartamento pequeño para el personal de servicio.

Para completar el contexto, debo aclarar que, al momento en que ocurrió el accidente, desconocía completamente la existencia y situación de algunas personas que, en el futuro, iban a ser claves en mi vida.

No sabía que Fernando y el Chacal ya estaban presos en el penal de Punta Carretas, en donde actualmente se puede encontrar uno de los centros comerciales más elegantes de Montevideo. Tampoco sabía que Alfredo aun no estaba requerido por la Policía.

Ni idea de que Tato pudiera estar jugando, en el momento de mi accidente, al fútbol en una escuela católica.

Y mucho menos imaginar, en aquellos días, a Mercedes correteando hacia su adolescencia.

Pero a Willi sí lo conocía bien y eso me tenía preocupado. Hacía nueve años que no nos veíamos y cuando ingresé al MLN a mediados de 1970, su recuerdo daba vueltas en mi cabeza.

Dejé de ver a mi amigo y compañero de secundaria cuando ingresó a la Escuela Militar. Teníamos 14 años de edad.

En los últimos meses antes del accidente, soñé, en más de una oportunidad, que era apresado y que en los interrogatorios se encontraba Willi con el uniforme de un oficial de las Fuerzas Armadas.

Y ahora que estoy en una cama del Clínicas con ese policía que ni siquiera puedo ver, me pregunto si, finalmente, habrá llegado el momento de reencontrarme con Willi.

2. Alicia y Margarita

No recuerdo bien los detalles de ese acto de fin de año de mi escuela. Mientras la Señorita Directora Margarita hacía y decía lo que suelen hacer y decir las directoras de las escuelas entre el Himno Nacional, Mi Bandera y Mi Escuela es Bonita, yo sólo pensaba en lo único que me preocupaba:

¿ podré salir con la bandera sin clavar la punta de lanza del mástil en el techo ?

Estamos en diciembre de 1959 y terminaba sexto año en la Escuela Experimental de Malvín, un querido barrio de Montevideo. Mi maestra era la Señorita Alicia.

Para llegar a ser abanderado había recorrido un largo camino en donde hice mis primeras armas en la política y sobre todo, en mi relación con una forma especial de la ciencia: la tecnología.

Pero todo esto podía terminar muy mal si se me caía la bandera al salir luego que el mástil se me incruste en el techo de la platea alta del salón de actos de la escuela.

El abanderado era electo a través de un procedimiento similar a las elecciones nacionales uruguayas. Tenían derecho a voto los alumnos de quinto y sexto año pero sólo los de sexto podían ser candidatos. Hacíamos algo parecido a una credencial cívica y la Corte Electoral -el órgano responsable de la pureza de las elecciones uruguayas- nos daba apoyo, incluyendo urnas y sobres, para los comicios de la escuela. Se constituían mesas electorales y todo se hacía bajo el control de la Corte y las maestras.

Los sextos funcionaban como si fueran partidos políticos y previo a las elecciones de la escuela hacían sus internas para nominar sus candidatos a abanderado.

Yo fui nominado por mi clase pero debo reconocer aquí que Liliana me hubiera ganado sin grandes problemas ya que era excelente alumna y mejor compañera. Pero no pudo ser candidata porque era argentina. Incluso me parece que Alicia la hubiera preferido hasta por una cuestión de género ya que, en general, los más votados eran los niños. Mi hermana, algún año antes, había logrado romper la regla. Pero no era fácil.

Una vez nominados los candidatos, comenzaba la campaña electoral. Como los sextos eran una suerte de electorado cautivo, todo el esfuerzo de los candidatos y sus equipos de campaña se dirigía a los quintos que, en definitiva, definían la elección.

Yo era muy flaco y chico para mi edad. El mástil y la bandera pesaban y al terminar el acto tenía que salir con la bandera y si la inclinaba demasiado hacia adelante se me podía caer y si no lo hacía iba -inexorablemente- a clavarla en una de las placas absorbentes de sonido del techo de la platea alta del salón de actos de la escuela.

La campaña electoral se podía hacer en los recreos, cartelería, volantes y globos. Pero además, al estilo de los minutos para hablar en la tele, los candidatos podíamos ir a cada quinto y hacer algo parecido a dar una clase. En esas instancias se jugaba todo. Yo decidí elegir algo que a los ojos de las maestras fuera válido pero que para los quintos fuera especialmente llamativo. Sabía que hablando mucho no iba a conseguir muchos votos. Mi punto fuerte no era el discurso.

Mi escuela era un proyecto experimental audaz y sorprendente, basado en las ideas de Ovide Decroly, pedagogo y educador belga, y especialmente de Clemente Estable, biólogo y educador uruguayo. Margarita y Alicia estaban plenamente comprometidas con sus ideas y dedicaban todas sus fuerzas para concretarlas.

Esto significaba -para mi placer- que, en un ámbito grupal muy bien estructurado, se estimulaba la actividad científica de forma natural. Por esto, disponíamos de laboratorios bastante bien equipados en cada salón de clase, cosa que aprovechábamos sin darnos cuenta.

Había aprendido a manejar bien un trocito de sodio, papel secante y agua para producir una reacción química que visualmente no pasaba desapercibida (una bolita de fuego y bastante humo) y finalmente usar un reactivo que dejaba el agua con un color rubí deslumbrante.

Este know-how no estaba al alcance de los niños de quinto.

Esta sería mi presentación para los quintos. Le daríamos todo el rigor que las maestras esperaban, pero con toda la acción y el color que el electorado seguramente no se esperaba.

La campaña electoral terminó en un gran éxito.

Yo no lo sabía, pero estaba debutando en el mundo de la tecnología. Había usado la ciencia conscientemente para modificar en algún sentido la vida social, al menos, la de mi escuela. El enfoque era, tal vez, algo egoísta pues se trataba de mi campaña electoral, pero así empezamos a recorrer este camino.

El acto ha terminado y las banderas con sus abanderados se retiran bajando del escenario para ir por los pasillos hasta la salida del salón de actos. Padres y abuelos emocionados y ansiosos para juntarse con sus chicos y los carnets con las calificaciones.

Comencé a bajar los escalones para descender del escenario y luego apuntar mi bandera hacia uno de los corredores de salida. Como era obvio, yo era el primero en salir y todos me miraban. Bajé todo lo que pude el mástil hasta el límite de mis fuerzas y avancé.

No fue suficiente y, aunque por pocos centímetros, la punta de lanza del mástil se dio contra el borde de un panel del techo. Retrocedí, aguanté la respiración y bajé apenas el mástil y reemprendí la marcha por el corredor aguantando la bandera cada vez más pesada hasta que pude salir y levantarla con alguna ayuda solidaria. El símbolo patrio me había hecho sudar pero no se me cayó.

27 años después, a dos años de haber vuelto del exilio al Uruguay, fui invitado para dar una charla de difusión científica en el Subte Municipal de Montevideo, un centro cultural de la municipalidad.

Una vez terminada mi presentación, algún colega o vecino se acercó para saludarme y luego comencé a guardar mis cosas para irme. Vi a dos ancianas que se habían quedado sentadas. La sala ya estaba vacía. Cuando iba a retirarme, una de ellas se levantó y se acercó.

-Hola Juan José, soy Alicia. A Margarita le cuesta caminar.

Me contaron que llevaban un seguimiento muy completo de los alumnos de esa época. En realidad, la escuela experimental, como tal, duró muy poco después que yo terminé sexto año. En los años 60 ya no había lugar en Uruguay para este tipo de experimentos.

Me contaron que una cantidad sorprendente de los alumnos de esa época habían estado presos, exiliados o simplemente habían emigrado en busca de un futuro mejor. Y algunos ya no estaban entre nosotros.

No sé si decir orgullosas pero, en todo caso, era evidente que estaban muy satisfechas de todos nosotros, sus alumnos.

Habíamos sido educados en uno de los centros experimentales más ambicioso y sofisticado de la historia uruguaya para forjar ciudadanos para una nación pacífica, democrática y solidaria cuyo progreso se asentara en su capacidad científica.

El panorama que me daban mis maestras era desolador. Y yo sabía que era así porque en aquel Montevideo feliz por la democracia recuperada, no podía dejar de sentir que estaba caminando entre los escombros de mi generación.

Eramos la generación mimada de la posguerra. La generación de la televisión y los Rolling Stones. La de la pastilla anticonceptiva y las revueltas estudiantiles. La de los pelos largos, la lucha contra la guerra de Vietnam, la primavera de Praga y el mayo francés del 68 que sacudió a Charles de Gaulle.

¿ Qué nos ocurrió en Uruguay ?

3. Santa Lucía

Una azafata de SAS -rubia, alta y algo robusta- nos sirve sonriente la bandeja con la cena al gordo y a mí. Camarones con algo parecido a una salsa tártara y una guarnición de arroz y vegetales. Los acompañé con un excelente vino blanco. Mis manos no son las más idóneas para manipular con elegancia todos los sobrecitos, cubiertos, cajitas y otros elementos con los que debo lidiar para disfrutar esta prometedora cena sobre el Océano Pacífico a unos 10 km de altura y 900 km por hora. De todos modos, me defiendo bastante bien y por sobre todas las cosas, evito derramar el vino y el café.

Estábamos gozando de una paz y tranquilidad que no habíamos tenido en -exactamente- los últimos tres meses.

Tampoco sabíamos muy bien que era lo que nos esperaba al terminar el viaje. Por lo que había que pasar lo mejor posible esta pausa aérea entre un infierno conocido y un futuro incierto. Al gordo lo voy a seguir llamando simple y cariñosamente gordo porque sé que no le gustaría que lo nombre de otro modo.

Por la ventanilla del avión se podía ver, todavía, un resto de resplandor del sol ya oculto, culminando así un caluroso martes 11 de diciembre de 1973.

Nuestro avión había despegado de Santiago, la capital de Chile. Ese día, la dictadura de Pinochet cumplía sus tres primeros meses de vida.

Nosotros habíamos estado formalmente asilados en la embajada de Suecia, pero la realidad era un poco más complicada.

Durante el primer día del golpe de estado de Pinochet, el ejército sitió la embajada de Cuba.

En esas circunstancias, el embajador de Suecia, Harald Edelstam, comienzó una serie de delicadas negociaciones con los militares hasta lograr la salida de todo el personal (salvo uno) de la embajada sin un sólo herido. Hecho esto, puso el edificio de la embajada cubana bajo la soberanía del Reino de Suecia.

El embajador Edelstam tuvo una intensa actividad en esos meses para salvar y ayudar a escapar de la dictadura a mucha gente. En especial, los uruguayos detenidos en el Estadio Nacional de Santiago. Uno de ellos fue el Chacal que llegaría unos días antes que yo a Suecia. Esto no tiene nada de extraño ya que durante todo el exilio él siempre se las va a ingeniar para llegar antes que yo a todos lados.

De manera que nosotros estábamos asilados en la embajada sueca, pero en realidad estábamos en el edificio de la embajada cubana. Este edificio seguía sitiado por el ejército, incluyendo nidos de ametralladora que, cada tanto, nos disparaban durante la noche.

El embajador sueco fue logrando, poco a poco, que los asilados pudiéramos ir saliendo de Chile. Alfredo, que también estaba en la embajada, ya había salido hacia Suecia.

Ese 11 de diciembre nos tocó al gordo y a mí. Al pasar la puerta de la embajada había un puesto de vacunación antivariólica y, luego de ser vacunados, fuimos en un vehículo de la embajada, escoltado fuertemente por el ejército, hasta el aeropuerto donde nos revisaron cuidadosamente antes de ingresar al avión.

Ahora, la dictadura de Pinochet quedaba atrás y luego de hacer escala en Lima, Quito y Caracas llegaríamos a París, desde donde haríamos la última etapa para arribar a Estocolmo, la capital de Suecia.

El 12 de diciembre, alrededor de las 13 horas, llegamos a París. Aunque parecía un lindo día, la ciudad luz estaba a pocos días de comenzar el invierno y hacía frío.

Como es lógico suponer, el gordo y yo estábamos con ropa veraniega. Es bueno aclarar que además de no tener pasaporte, tampoco llevábamos equipaje. Pero había sol y nos sentíamos felices de llegar al Viejo Mundo.

A las 14 horas levantamos vuelo hacia Estocolmo. Por la ventanilla del avión podíamos ver el sol de un despejado día.

Una hora después nos dimos cuenta que nos habían sacado el sol, sólo quedaba un crepúsculo lánguido en el horizonte.

En esa época, no había mangas de desembarque en el aeropuerto de Estocolmo, de manera que debíamos salir del avión por una escalera de metal y luego caminar hasta el edificio del aeropuerto.

Eran las 15:30 horas y era de noche. Al descender por la escalera mi mano se pegaba al hielo adherido al pasamanos. Sólo se veía nieve y hielo por todos lados. La temperatura estaba en 13 grados bajo cero. El gordo y yo nos preguntábamos adonde habíamos ido a parar. Una sueca hablando correctamente español nos recibió amablemente. Entre otras cosas, nos informó que de acuerdo a las leyes suecas para los refugiados podíamos cambiar de nombre.

No había ninguna razón para cambiar mi nombre y allí, entre el hielo y la nieve, Juan José Cabezas retornó a la vida. Cuando pronuncié mi nombre en voz alta me dio algo de temor, de inseguridad, pero me sentí bien.

Nos llevaron a un hotel en el centro de la cuidad donde quedamos confortablemente instalados. El conserje del hotel nos atendió hablando algo de inglés.

Más tarde, salimos a conocer los alrededores que, a las 20 horas, estaban desiertos. Pero el frío, el cansancio y las patinadas de nuestros mocasines sobre el hielo, nos devolvieron rápidamente al hotel.

Ahora el gordo y yo sólo mirábamos esas camas espectaculares donde íbamos a poder dormir en paz sin militares, sin Pinochet.

A las 6 de la mañana del 13 de diciembre de 1973, sentimos golpes en la puerta. El conserje del hotel nos dice que nos tenemos que levantar.

Estábamos muy bien entrenados para esa rutina. Reaccionamos rápido.

¿ Será la policía Sueca ? Aquí el ejército no puede ser.

El conserje nos condujo a una sala donde había otras personas, una mesa con un líquido extraño calentándose en un mechero y platos con galletas de color oscuro. La televisión estaba encendida. Se veían niños danzando en la nieve. Las niñas tenían túnicas blancas y coronas de velas encendidas en la cabeza. Los niños parecían duendecitos de color rojo.

El conserje señalaba la TV y nos decía que era una fiesta tradicional sueca muy importante. La fiesta de Santa Lucía. Nos convidaron con Glögg, una bebida alcohólica muy dulce y galletas de pimienta.

El gordo y yo sonreíamos y movíamos la cabeza al ritmo de la música, simulando la mayor naturalidad posible en esas circunstancias. Pero nuestra verdadera tranquilidad era comprobar que la Policia sueca no nos estaba buscando. Era Santa Lucía, una fiesta infantil. Que bueno.

Por supuesto, no me imaginaba que festejaría varias Santa Lucías y que mis hijas Angela y Manuela contarían con ansiedad los días para que la gran fiesta llegara y todo el mundo se levantara de madrugada para recibir a Santa Lucía anunciándonos con su canto que la oscuridad comienza a retirarse dejando paso nuevamente a la luz.

4. El paquete

La vida de mi madre, la de mi hermana e incluso la mía dependieron de ese dichoso paquete.

Tenía que llegar, en las manos de María, en el momento exacto, al lugar correcto (un bar de la calle Miguelete en Montevideo) y ser recibido por Benito.

Cualquier error en la entrega del paquete hubiera hecho que mi hermana, mi madre y yo quedáramos fuera del mundo de los vivos.

Por suerte, las cosas salieron bien y el paquete fue entregado en tiempo y forma.

Hasta el momento no he podido determinar con certeza el verdadero contenido de ese paquete tan importante para nosotros.

Teresuca -mi tía- toma una pequeña canasta, como la de Caperucita Roja. Me invita, armada de una sonrisa, a dar un paseo que yo acepto de buen gusto. Suca tenía mucho para contar y yo tenía mucho para preguntar. Y además, su mirada me decía que el paseo incluía alguna aventura extra asociada a la canasta.

Descendimos a la planta baja de la vieja casa, salimos por donde antes, cuando mi abuelo era niño, estaba la Taberna de los Núñez. Por un momento creí sentir el aroma de las sardinas ahumadas y el ruido de las jarras de vino.

Pasamos junto a la antigua fuente y nos dirigimos por el Camino del Apóstol Santiago hacia la ría, en realidad hacia lo que parecía una pequeña playa en la Ensenada de San Simón.

Era la tarde nublada y gris del miércoles 28 de mayo de 1969, pocos meses antes de que los seres humanos visitaran, por primera vez, la Luna.

Desde hace tres días, mis padres, mi hermana y yo estamos visitando por primera vez, Redondela, la aldea gallega donde nacieron mis abuelos maternos y que, a finales del franquismo, estaba adquiriendo el dinamismo de una pequeña ciudad.

Yo era muy chico pero recordaba las angustias de los años 50 en Redondela. La preparación de valijas o baúles con ropa y comida que a veces se le entrecosían billetes -pesetas- para que los controles franquistas no los detectaran y que se escondían tan bien que hubo casos en que la familia en Redondela tampoco los descubría.

Lo que sabía de Redondela eran, en realidad, recuerdos de mi infancia de los cuentos que mis abuelos nos hacían a mi hermana y a mí. El punto es que ellos, a su vez, narraban las memorias de niños emigrantes. Ahora podíamos ver las cosas en vivo y en directo.

Suca me lleva a la pequeña playa mientras me va contando la misma historia que yo creía conocer pero vista desde el lado de los que se quedaron y, no se si a pesar o por mis 21 años, voy descubriendo una Galicia que me va atrapando completamente.

La mañana del jueves 12 de diciembre de 1907 era fría y lluviosa. En la casa de los Núñez había mucha actividad. Regina corría de un lado a otro preparando todo para el viaje. Benito, su segundo hijo varón partía hacia un pequeño país de América cuyo nombre -curiosamente- sólo indica su ubicación -al este- con respecto al río Uruguay. Allí lo esperaban el tío Manuel y su hermano mayor Juan.

Como el viaje era largo, Regina incluyó en el equipaje una buena porción de sardinas ahumadas y generosas tajadas de pan. Tampoco faltaría la bota con el tinto, ácido y denso vinho do Ribeiro que diluído con agua era la bebida oficial de los niños gallegos.

Benito estaba bien preparado para ir al Nuevo Mundo. Había hecho cuatro años de escuela y era bilingüe. En realidad, la formación de la escuela católica de Redondela no era bilingüe, sólo se enseñaba en y el español.

El gallego, la lengua del pueblo gallego, no sólo no se enseñaba en la escuela sino que era duramente reprimida. Como la gran mayoría de los niños gallegos de principios del siglo XX, Benito pronto aprendió a asociar el español con los castigos, la autoridad y el poder. El español con sangre entraba. Pero el sacrificio tenía un lado positivo: era la lengua del Nuevo Mundo.

Al mismo tiempo, Benito podía hablar, aunque no escribir, su lengua materna, asociándola, desde muy pequeño, al ámbito familiar, a los amigos, a la aldea. Por esto, el gallego, pleno de diminutivos y con sus delicadas tonalidades de la nostalgia de las rías lluviosas, conservaba toda su fuerza para comunicar lo íntimo, los sentimientos.

Benito no viajaría solo al Nuevo Mundo. Con él iría Benito Lamas, su gran amigo y compañero de escuela y, sobre todo, de travesuras.

El miércoles 8 de enero de 1908 los dos Benitos vieron por vez primera la ciudad de Montevideo desde el barco. En pocos días Benito cumpliría sus 12 años.

Aunque mi abuelo no lo sabía, estaba arribando al lugar donde se jugaba el mejor fútbol del mundo. Más precisamente, ya había sido fundada una de las grandes pasiones de mi abuelo: el Club Nacional de Football. Mi hijo Juan Manuel parece haber heredado algún gen de mi abuelo porque tiene la misma pasión por Nacional.

Una vez instalado, mi abuelo retomaría la escuela. Ahora laica y sin castigos.

Luego de una década, trabajando mucho y con una natural vocación para crear vínculos confiables y estables con la gente, Benito logró una situación laboral y económica más que aceptable para un joven de 22 años.

Sin embargo, algo le faltaba. Los recuerdos de su Redondela lejana no dejaban de señalarle de donde había venido y donde estaba su tierra natal.

En 1919 volvió a Galicia con la ansiedad de reencontrarse con su familia, amigos y su amada patria gallega.

Benito no tardaría mucho tiempo en descubrir que tenía un serio problema. En Redondela se sentía como un uruguayo y en Uruguay como un gallego. Si bien había vivido su niñez en Redondela, cerca de la mitad de su vida, la había hecho en Montevideo.

Finalmente, tomó una decisión clave para su futuro. A finales de 1919 retornó a Montevideo para instalarse definitivamente en América. A partir de ahí, los dos Benitos, ya hombres, se adaptarían imaginando que Montevideo es una Redondela un poco más grande y que el Río de la Plata es la Ría de Vigo algo agitada.

Para 1921, Benito había hecho realidad buena parte de sus proyectos en Uruguay. Era propietario de -como se denominaba en la época- un almacén y bar. Tenía una buena situación económica que le permitía poseer un automóvil, nada menos que un Ford T.

Nos acercamos a la orilla de la playita y Suca avanza directo hacia el agua. Frente a nosotros está la ría rodeada del follaje ultra verde y el cielo ultra gris. También está la isla de San Simón de la que me cuentan historias terribles del franquismo durante la guerra civil.

Es un paisaje gallego perfecto. Pero Suca sigue avanzando hacia el agua. Le pregunto si nos sacamos los zapatos y me remango los jeans. Sus ojos tienen algo de pillería y continuamos avanzando. Como si fuera un milagro bíblico, a cada paso que damos, la ría grandiosa retrocede un poco. Y así, vamos caminando lentamente hacia la ría que mansamente se retira a nuestros pies y que Suca aprovecha para ir tomando berberechos o alguna almeja que va colocando en la canasta. La imagen es verdaderamente impresionante. Ahora puedo mirar hacia atrás y ver la aldea y la playa cada vez más lejos y más pequeñas. El paisaje es asombroso y todo ocurre con una calma y silencio absoluto.

En lo que a mí respecta Redondela había puesto una de sus cartas más contundentes sobre la mesa. Pero por si fuera poco, esa noche, en la cena, los mariscos que Suca recogió de la ría estaban buenísimos.

Eran las 3 de la tarde del martes 12 de diciembre de 1922 cuando María golpeó la puerta cerrada del bar situado en la calle Miguelete esquina con Nueva York. Era la hora de la siesta en Montevideo. El sol y la calma reinaban en la ciudad.

La jovencita de 17 años, delgada pero no tanto, de pelo azabache al igual que sus ojos, llevaba el paquete.

María golpeó nuevamente y. al fin, sintió el ruido de alguien que se acercaba. La puerta se abrió y apareció Benito, un joven de 26 años, de buen físico, rubio y de ojos claros.

María le dijo que venía de parte de su madre a entregarle el paquete que mandaba su familia desde Redondela. Le explicó que hacía pocos días que habían llegado de Redondela.

Benito recibió el paquete agradecido y le preguntó por su nombre y de que lugar de Redondela eran. En la aldea todo el mundo se conoce.

Ella le contó que no eran recién llegados a Montevideo y que conocía bien la ciudad.

Antes de retirarse Benito le preguntó donde vivían en Montevideo y si iba a los bailes de la Casa de Galicia.

Se casaron en octubre de 1923. Nueve meses después nació, Regina, mi madre.

Desde que yo tengo memoria, Mamocha y Papocho, María y Benito, han vivido con nosotros. Para mi hermana y para mí era lo más natural del mundo vivir en la misma casa con mis abuelos. Más aún, para un niño es maravilloso tener abuelos On-Line todos los días del año, las 24 horas.

En 1952, ambos obtuvieron la ciudadanía uruguaya.

Cuando yo sufrí el accidente, los dos, además de mi madre, estaban en casa.

En 1983 Benito emigró hacia alguna galaxia lejana seguramente ubicada al este de la Vía Láctea.

14 años después, María partió en la misma dirección.

El contenido del paquete seguirá siendo una incógnita sobre la cual sólo se pueden hacer conjeturas.

¿ Sardinas ahumadas, tal vez ?

5. El profesor de sueco

En enero de 1974, comencé mi primer curso de la lengua sueca en la helada ciudad de Estocolmo.

Los cursos de sueco para extranjeros eran muy comunes. Desde los años 60, Suecia impulsó políticas de apoyo a la inmigración con el objetivo de satisfacer la creciente demanda de mano de obra en la industria. Además de esto, se debe agregar la tradicional política sueca de ofrecer refugio a aquellos perseguidos por razones políticas, raciales, religiosas o de alguna otra índole.

Nuestro profesor era un sueco de aspecto típico: rubio, alto y vestido, como casi todos, de manera discreta e informal. A pesar del invierno, calzaba los clásicos suecos de cuero azul y suela de madera.

Era un buen profesor, manejaba bien la comunicación con sus alumnos, una variada colección de extranjeros: finlandeses, polacos, griegos, turcos y latinoamericanos.

Al terminar su primera clase, se acercó a los latinos y nos contó en inglés que la organización donde él militaba estaba trabajando mucho en torno a las acciones de solidaridad con los pueblos de Chile y Uruguay. Nos manifestó su pena por las dictaduras de ambos países.

Nos dijo que estaban a las órdenes para darnos ayuda en lo que necesitáramos y nos dio folletos de su organización. Como estaban en sueco y no podíamos entenderlos nos explicó que la mencionada organización era la Asociación Sueca de Homosexuales. Señaló una foto del folleto indicándonos que esa persona era el presidente de la misma. Y con una sonrisa de orgullo, nos aclaró que se trataba de su pareja.

En 15 minutos, Suecia nos había dado -de una manera cordial y sencilla- la primera lección de solidaridad, libertad y tolerancia.

Si bien el MLN tuvo una preocupación -al menos en el discurso- sobre los aspectos relativos a los derechos de la mujer (detrás de una 45 no hay diferencia entre un hombre y una mujer), nunca vi señales similares sobre las libertades de opción sexual.

Es bueno recordar que, en los años 60 del siglo pasado, la homosexualidad era fuertemente reprimida por la sociedad uruguaya en general. Por su parte, la mujer se encontraba, en esa época, mayoritariamente relegada a las tareas del hogar.

Encontrarnos, de pronto, en una sociedad donde la mujer tenía un poder y un peso cultural, político y económico como nunca antes habíamos visto, nos removió el piso a la mayoría de los refugiados uruguayos.

No menos impactantes para los recién llegados de Sudamérica, eran las libertades de opción sexual y la absoluta naturalidad con que eso se manejaba.

No debe extrañar, por tanto, que para muchos tupas y para muchas parejas de tupas, el exilio sueco se transformara en un verdadero cuestionamiento de, entre muchas otras cosas, su vida sexual.

Así fue como algunos compañeros pudieron reencontrarse con su verdadera y clandestina sexualidad, cuidadosamente escondida para poder sobrevivir en la sociedad uruguaya.

Y tener el valor de declararse gay o lesbiana públicamente, enfrentando, como se puede imaginar, situaciones complejas y dolorosas para recomponer su relación con, por ejemplo, sus hijos o su ex-pareja. Y luego explicarle a sus padres y hermanos allá en Uruguay, a varios miles de kilómetros de distancia, lo que le estaba sucediendo.

Nunca detecté rechazo de la comunidad de refugiados uruguayos en Suecia hacia estos compañeros. Creo que, en general, entendíamos lo que les ocurría y que más rápido o más lento todos íbamos aprendiendo de la sociedad sueca.

Fue un proceso especialmente duro y difícil para algunos de ellos que, con el correr de los años en el exilio sueco, se fue superando.

Cuando vuelve la democracia al Uruguay en 1985, la opción de volver para muchos de estos compañeros no estaba planteada. En esa época, ser gay o lesbiana en Uruguay no era una cosa sencilla, mucho menos para alguien acostumbrado en Suecia a no disimular, en ningún lado y en ninguna forma, su opción. Por esta situación, hubo una parte del exilio tupa que no terminó en 1985.

Desde el retorno de la democracia hasta el presente, las cosas han mejorado mucho. Quisiera creer que ese resto de nuestro exilio ya no tiene razón de ser.

6. Willi

Había silencio en la clase. La profesora de historia estaba mirando la libreta y recorría con la mirada los nombres de cada uno de nosotros. Esta vez Willi fue el elegido. Alivio para los demás.

Un pre-adolescente flaco, de pantalones cortos, rubio, de ojos grandes, saltones y celestes, pasó al frente colocándose junto al pizarrón.

Willi tenía que demostrarle a la profesora que había estudiado lo que estaba indicado para ese día.

Mientras la profesora le hacía preguntas, Willi estaba haciendo algo que siempre hacía cuando se ponía nervioso. Con las manos unidas en la espalda, balanceaba su cuerpo levantando uno o dos centímetros los tacos de los zapatos rítmicamente a una velocidad de tres a cuatro veces por segundo.

Yo sabía muy bien por qué estaba nervioso. Ese día había estudiado y respondía correctamente cada pregunta. Lo que lo perturbaba era la profesora. Para ser sincero, ella nos perturbaba.

Willi y yo integrábamos el grupo de los petisos de la clase. Corría el año 1960 y nosotros estábamos cursando primer año de la educación secundaria en el Liceo Dámaso Antonio Larrañaga en Montevideo.

Con un rango de edad de 12 a 14 años, la mayoría de las compañeras de clase se habían desarrollado completamente. Lo mismo estaba ocurriendo con una parte de los varones del grupo, cosa que los habilitaba a usar pantalones largos.

Pero Willi y yo pertenecíamos al grupito de los que todavía no habíamos sufrido el gran cambio de la pubertad. Además de los pantalones cortos, teníamos que soportar la indiferencia de las compañeras, todas ellas más altas y grandes que nosotros.

Sin embargo, esta desgraciada situación juvenil tenía algo positivo: siempre nos asignaban los primeros pupitres de la clase. Más exactamente, los que quedaban justo frente a la mesa del profesor. O de la profesora.

La profesora de historia nos parecía hermosa y atractiva. Willi y yo teníamos una perspectiva única de sus piernas. Las clases de historia eran un momento de aventura y emoción ya que era necesario dejar caer un lápiz para recuperarlo con aparente naturalidad y mejorar, por un instante, la visibilidad.

Los nervios de Willi, mientras respondía con acierto las preguntas, surgían del vértigo que sentía al estar parado frente a la profesora que nos tenía cautivados y que conocía bien desde otro punto de vista algo más bajo.

Puede ser que nuestra opinión fuera algo subjetiva, pero ambos considerábamos que era una muy buena profesora de historia. Y por eso estudiábamos la asignatura con interés.

Es bueno aclarar que no todas las aventuras con Willi eran eróticas.

Algunas veces, fuimos a estudiar a la casa de Willi situada cerca del liceo. En realidad, la idea de estudiar no nos estimulaba demasiado. Lo que sí nos gustaba era hacer un viaje imaginario a la Edad Media. En una de las habitaciones de la casa podíamos encontrar todo lo necesario para vestir adecuadamente un caballero de la época: las diversas partes de la armadura y sus armas. Era como un museo con la diferencia que podíamos tocar y jugar con todo. Curiosamente, yo me divertía con Willi encantado en aquel castillo medieval, pero nunca se me ocurrió preguntarme como eso era posible en una típica residencia de la clase media montevideana.

Willi era un excelente compañero de clase. Absolutamente inquieto, siempre de buen humor, bien dispuesto para todo tipo de diablura y extremadamente sociable.

Por todo esto, me dio pena cuando me dijo que no iba a seguir más en el Liceo Larrañaga. A partir de 1962 continuaría su educación secundaria en la Escuela Militar. Pensaba hacer la carrera militar.

Al comenzar mi tercer año de liceo, algunas cosas cambiaron. No estaba Willi, había nuevos compañeros, yo ya no estaba en el primer pupitre y usaba pantalones largos. Además, las compañeras de clase ya no eran tan altas ni grandes.

El grupo de tercer año, en la plenitud de la adolescencia, se transformaría en un grupo para toda la vida. Entre 1962 y 1963 se generarían lazos de amistad extremadamente fuertes.

La costumbre montevideana de aquella época, de festejar en grande los 15 años de las jóvenes, aseguró que el grupo pudiera disponer de una gran fiesta practicamente todos los fines de semana.

Para completar esta agitada agenda, organizamos un viaje de 10 días a Porto Alegre, Brasil, que significó una experiencia grupal invalorable para todos nosotros.

Desde esa época, el grupo de liceo se ha reunido, gracias a Juan Carlos, casi todos los años. Y siempre es una fiesta estar con los compañeros del Dámaso.

Durante toda esta explosión hormonal y social de la adolescencia no supe más nada de Willi y este pasó a ser un cálido recuerdo de mis primeros años de la secundaria.

Cuando, a mediados de 1970, ingresé al MLN, el recuerdo de Willi volvió pero ahora como una preocupación.

Sabíamos que, durante el gobierno de Richard Nixon, los Estados Unidos estaban entrenando militares uruguayos para la lucha antiguerrillera. Esta capacitación incluía diversas técnicas de tortura para ser aplicadas a los detenidos con el fin de obtener información.

Yo temía que Willi pudiera estar entre esos militares entrenados para la tortura. Suponiendo que él fuera un joven oficial de 22-23 años de edad, esto era algo perfectamente posible.

No podía dejar de pensar en eso. Alguien que había sido mi compañero y amigo podría ser mi torturador.

Era un presentimiento profundamente desagradable.

7. Los cangrejos rojos

Me gustó el lugar y la barraca donde se haría la reunión. Era un monte aislado con la vegetación densa y exuberante que Cuba ya nos tenía acostumbrados. Estábamos relativamente cerca de la costa, pero desde allí no se podía ver.

Para abril de 1973, el MLN enfrentaba un panorama extremadamente difícil. Su capacidad operativa en Uruguay estaba reducida a su mínima expresión y su principal base en el exterior estaba en Chile, desde donde todos percibíamos la inminencia de un golpe de estado para derribar al presidente Allende.

La Argentina, a su vez, insinuaba cambios políticos importantes -en sentido contrario- con la llegada en mayo de 1973 de Cámpora y el peronismo al gobierno.

Para completar la dispersión del MLN, un grupo no menor -yo incluido- estaba residiendo, en esa época, en Cuba. Yo había llegado desde Chile en setiembre de 1972.

Con este complejo panorama, la Dirección del MLN en el exterior había resuelto hacer una reunión ampliada para poder definir los aspectos principales del accionar futuro de la Organización. Se consideró que Cuba era el lugar más adecuado para este evento y se le solicitó a las autoridades cubanas el permiso correspondiente y un lugar tranquilo. Yo tenía el honor de haber sido invitado a la reunión.

Mi visión había mejorado. Uno de mis ojos se acercaba al 40% de una vista normal. Cuando el oculista cubano comenzó a observar mi vista, se concentró en mi ojo derecho que era el que tenía alguna chance de ver algo. Lo estudió cuidadosamente y me dijo que esa operación la tenía que haber hecho el doctor Rodríguez Barrios en Uruguay. Le respondí afirmativamente sorprendido y me dijo que en Cuba no iban a hacer más nada, salvo recetarme lentes adecuados. El MLN, vía Chile, mandó la receta a París. Semanas después llegaron mis lentes. Eran orgánicos, con la mejor tecnología de los años 70.

Disfrutaba mucho de caminar y volver a mirar todo. Los alrededores de la barraca eran agrestes pero se podía andar. A pocos metros de su entrada, vi un cangrejo rojo. Me acerqué y no se movió. Estaba muerto. Nunca había visto un cangrejo de esa clase. Con un cuerpo de 5 a 7 cm y 10 a 12 considerando las patas, era bastante grande para los criterios de un uruguayo habituado a los cangrejitos de la desembocadura del Arroyo Solís a 80 km de Montevideo.

Su color rojo intenso lo destacaban del follaje. Las pinzas no me impresionaban demasiado, no eran especialmente grandes. A su lado había parte de otro cangrejo. Me produjo cierta sorpresa ver esos cangrejos en ese lugar.

La barraca era una típica construcción militar cubana. Al centro estaba la cocina y los baños. El lado izquierdo tenía cuchetas, el derecho, mesas que podían servir para comer o para una reunión. Como era muy común -al menos en aquella época- todas las ventanas tenían una suerte de persianas fijas de madera. Los listones de esas persianas tenían unos 10 cm de ancho y podían ser girados por medio de una palanca desde el interior de la vivienda.

El detalle interesante es que, por lo general, las ventanas cubanas no tenían vidrio. De manera que aún con la persiana cerrada, el aislamiento de la barraca con el exterior era relativo. Supongo que esta costumbre se debe a las características del clima cubano y a que el mosquitero de tela era normalmente usado cubriendo camas o cuchetas.

No todos llegamos juntos a la barraca. La primera tanda -que yo integraba- llegó en la tarde. La segunda llegaría al otro día y se iniciarían las sesiones de trabajo previstas.

Fui al baño de la barraca a orinar. Estaba acostumbrado a encontrar ranas y lagartijas en los baños cubanos. Incluso en el WC. Por tanto, hice una revisada pero no hubo sorpresas. Lo que me llamó la atención fue ver, en un rincón, restos de cangrejos, patas y algunas pinzas.

Un equipo de soldados cubanos nos trajo amablemente la cena. Era un plato típico de la cocina criolla cubana -potaje de frijoles negros con arroz- que ya conocía bien y no me disgustaba en absoluto. El plato tiene cierta relación, que no es casual, con la fejoada brasileña.

El placer de sentarme a comer era otra cosa que estaba revalorizando. Los cirujanos cubanos terminaron el trabajo para restaurar mi maxilar inferior iniciado en el Hospital de Clinicas y continuado en el Hospital del Pueblo del MLN en Montevideo. Ahora podía comer y masticar con normalidad. También podía manejar el tenedor y el cuchillo con destreza ya que mi mano izquierda tenía un buen agarre luego de ser operada en la isla.

Después de cenar, mi curiosidad se volvió a incrementar cuando vi dos cangrejos rojos, o al menos, parte de ellos, en un balde para residuos de la cocina. Llegué a pensar que los cubanos habían ido a pescar a la costa utilizando como carnada estos cangrejos. Pero tal actividad de corte turístico o deportivo no encajaba muy bien en una construcción militar de este tipo.

No sé a qué hora de la noche ocurrió. Lo cierto es que me desperté con un ruido ensordecedor. El techo de la barraca rugía. Oía gritos de los compañeros de cuarto que se despertaban porque varios cangrejos rojos estaban enredados en su mosquitero.

Pronto comenzó a sentirse el ruido de las patitas de los cangrejos corriendo por el piso del cuarto. Entraban por las persianas mal cerradas. También por debajo de las puertas.

Pero lo más impresionante era el ruido que provenía del techo. En las costas uruguayas nunca ocurrió que un gran grupo de cangrejos ataque organizadamente, con ímpetu, una vivienda humana. La ficción de la película Los Pájaros de Alfred Hitchcock se estaba haciendo realidad sólo que, en lugar de pájaros, éramos atacados por cangrejos.

Tratábamos de impedir que siguieran entrando. Luchamos y gritamos en el medio del caos hasta que repentinamente volvió el silencio. La invasión roja había concluido. Supongo que todo ocurrió en unos 10 minutos pero no estoy seguro. Sacamos como pudimos los cangrejos vivos y muertos del interior de la barraca.

Al otro día, cuando salí me encontré con una esplendorosa mañana y todo estaba en calma. Salvo los cangrejos muertos que sacamos después de la invasión, no se veía ningún rastro de lo ocurrido durante la noche.

La reunión comenzó como estaba previsto y algunos estábamos con cara de mal dormidos.

Las diferentes tendencias que coexisistían, en ese momento, dentro del MLN, eran visibles en el encuentro. En uno de los extremos estaban los sectores más conservadores del MLN en tanto organización guerrillera. En el otro extremo. los más revisionistas preocupados por hacer del MLN un partido político con una nítida definición ideológica, insinuando -implícitamente- una fuerte limitación del poder del aparato militar de la Organización. Los revisionistas se caracterizaban por un fogoso discurso leninista, muy común en el agitado ambiente de las izquierdas radicales en el Chile de aquellos años.

En el centro, se encontraban los que aceptaban la idea de crear un partido pero sin modificar los equilibrios de poder tradicionales del movimiento guerrillero.

Yo simpatizaba claramente con los revisionistas. El MLN había sido dúramente derrotado y sentía la necesidad de comprender e interpretar lo ocurrido. Los revisionistas no veían la derrota del MLN como un acontecimiento militar sino como un problema político y ese enfoque me atraía especialmente. En definitiva, ellos habían impulsado decididamente, en Chile, la reflexión y el debate político en una organización acostumbrada a una vida política muy limitada por la clandestinidad.

A pesar de esta diversidad de visiones, la Dirección del MLN pudo concretar varios puntos importantes de la agenda.

En particular, quedarían definidas algunas cosas de mucho interés para nuestro grupo de radio-comunicaciones. Este equipo, integrado por Ivón, Fernando, Alfredo y yo, se había conocido y formado como grupo de radio, en Chile, en agosto de 1972.

Desde antes de la reunión, estábamos concentrados en La Habana esperando instrucciones para volver a Chile. En verdad, estábamos muy ansiosos por nuestra partida ya que, a esa altura de nuestra estadía, no teníamos nada que hacer en la isla.

Para mediados de 1973, el principal centro operativo del MLN en el exterior sería la ciudad de Buenos Aires.

Nuestro grupo viajaría en mayo a Chile con la principal misión de instalar un enlace de radio entre Buenos Aires y Santiago. Como será usual a lo largo del exilio, el Chacal, siempre sigilosamente, ya había partido, hacia Santiago, un mes antes.

La solidaridad cubana combinada con el clima y la amabilidad de su gente me permitió lograr una franca recuperación del accidente. Estábamos de buen ánimo y deseosos de volver a Chile. Creía que Chile sería la primera etapa en nuestro camino de retorno al Uruguay.

Estaba bastante equivocado.

A finales de junio de 1973 ocurrió un fracasado intento de golpe en Chile que nos dio falsas esperanzas sobre la estabilidad del gobierno de Allende. Dos meses después del denominado Tanquetazo, Pinochet no fracasaría y nosotros estaríamos en serios problemas.

En cuanto a los cangrejos rojos, pudimos aclarar los hechos y determinar que no hubo un ataque organizado contra nosotros.

Estábamos en el lugar equivocado, a la hora equivocada. Sólo eso. El Gecarcinus Ruricola o cangrejo rojo del Caribe es una especie común en Cuba. Cada año, entre abril y mayo, caminan del monte hacia la costa para el apareo. Luego retornan a su habitat, y a los pocos días las hembras vuelven a a la costa para depositar los huevos en el mar y volver nuevamente al monte. Más tarde, una gran mancha de cangrejitos viajará de la costa al monte para reunirse con sus padres.

Nuestra barraca estaba justamente en una de sus rutas. Y al parecer, estas nubes rojas no andan esquivando barracas cuando -nada menos- que la supervivencia de la especie está en juego. Simplemente, nos pasaron por arriba.

No hay dudas que no era el primer viaje de la serie. Habíamos encontrado restos de -al menos- un viaje anterior. Pero creo que nunca sabré si nuestro agite nocturno se debió al retorno de los enamorados o eran las hembras a la ida o de vuelta.

Debo reconocer que desde aquella noche donde me crucé con estos viajeros incansables, no he podido dejar de sentir una gran simpatía por ellos.

8. La curva del ensueño

Emite, una vez más, la señal de ultrasonido para detectar su objetivo. Al recibir su reflejo calcula rápidamente la distancia y su velocidad. Ya sabe donde está su presa y la forma en que se mueve. Ahora calcula el punto de cruce y se dirige con precisión hacia ella. La atrapa y luego gira con rapidez para no chocar contra el farol.

Los murciélagos están dándose un festín de insectos que vuelan alrededor de las lámparas de gas de mercurio que cada 20 metros iluminan la Curva del Ensueño.

En el piso, al pie de las columnas de luz, los sapos se alimentan de los insectos que caen al suelo malheridos por los murciélagos o por chocar en su orbitar obsesivo alrededor de las luces.

Es una plácida noche de fin de año en la Curva del Ensueño. Para ser más exacto, ya ha transcurrido la primera hora del año 1970.

Estamos sentados en la rambla de espaldas al mar y al centro de la ciudad de Montevideo.

Frente a nosotros está la pequeña y gorda península que ha dado el nombre a nuestro barrio de Punta Gorda.

Nos considerábamos el grupo tupamaro de Punta Gorda y, a veces, nos reuníamos a charlar en esa agradable zona del barrio. Eramos siete jóvenes entre 17 y 22 años, tres mujeres y cuatro hombres.

Esa noche de verano había guitarra y dos de las compañeras del grupo cantaban temas revolucionarios que iban desde canciones de la guerra civil española hasta temas recientes del canto popular latinoamericano. Era una hermosa noche, llena de estrellas.

Frente a nosotros, se encontraba el Hotel Oceanía y en la planta baja había, usando el término de la época, una boite. Se llamaba Chez Carlos. Hasta donde recuerdo, era un lugar importante de la noche montevideana y solía contratar intérpretes y músicos muy populares en el Río de la Plata.

Aún en el caso de que dispusiéramos del dinero necesario, nadie de nuestro grupo osaría ir a Chez Carlos. Considerábamos que un verdadero tupamaro no podía ir a esa clase de lugares típicamente burgueses.

Nosotros sólo conocíamos la boite a través de su publicidad principalmente radial. Esta publicidad había hecho famoso el lugar donde se encontraba Chez Carlos debido a la sugestiva frase: la curva del ensueño.

Hacia la una de la madrugada la boite estaba en su mejor momento.

Por nuestra parte, entre canciones revolucionarias y análisis políticos de la situación uruguaya y regional, observábamos como ingresaban o se retiraban parejas elegantemente vestidas.

A decir verdad, nuestro grupo tenía un tema de preocupación central: si bien nos considerábamos un grupo tupamaro y desarrollábamos diversas actividades de militancia en el barrio, el MLN no sabía que nosotros existíamos. Hasta ese momento no habíamos logrado establecer un contacto concreto con la organización tupamara.

Para finales de 1969, pensábamos que la militancia estudiantil ya era una etapa superada. Al mismo tiempo, la izquierda tradicional no nos atraía. No la veíamos como una fuerza verdaderamente revolucionaria.

Eramos un grupo tupamaro espontáneo y autónomo. Nosotros definíamos nuestras líneas de acción política y las llevábamos a la práctica. El grupo continuaría tres meses más en este estado autónomo para finalmente establecer contacto con el MLN e ingresar a su organización.

La guitarra deja de tocar, se produce un silencio, y una de nuestras cantantes señala hacia la entrada de Chez Carlos.

-¿ Ese, no es el Zita ?

Todos nos ponemos a mirar y vemos asombrados como Alfredo va cruzando la rambla seguramente hacia su automóvil.

Lo llamamos pidiéndole que nos cante algo a nosotros, los jóvenes de Punta Gorda.

Y para nuestra sorpresa Alfredo Zitarrosa, uno de los grandes de la música popular oriental (del río Uruguay), se acerca al grupo y nos canta una de sus conocidas milongas.

Hablamos algo con él. Intercambiamos opiniones sobre la situación política uruguaya.

Finalmente, nos dijo que estaba cansado de su actuación en Chez Carlos y que su esposa embarazada estaba esperándolo. Lo saludamos agradecidos por su amabilidad.

Dio algunos pasos, giró hacia nosotros y con cara seria nos dijo:

-Muchachos, no se regalen, ta ?

9. París

Desde la ventana del tren, veo el reloj de la Centralstation de Estocolmo. Faltan 12 minutos y 46 segundos para nuestra partida hacia París.

Es una mañana algo nublada de principios de junio de 1974. En términos suecos, podríamos decir que, con 18 grados sobre cero, vamos a tener un día caluroso, casi de verano.

Hace apenas seis meses llegué a Suecia en carácter de refugiado político desde Chile. Y ahora me alejo del mundo escandinavo para iniciar la primera etapa -París- en nuestro plan de ir hacia el sur, hacia el Uruguay.

El MLN nos ha asignado, junto a otros compañeros, la tarea de construir, en la ciudad luz, la segunda base tupamara del exterior. La primera es Buenos Aires.

Como no podía ser de otra forma, el Chacal ya partió hacia París en abril. De todos modos, no estoy viajando solo.

Estoy con Sylvia, mi pareja desde 1969, detenida por las Fuerzas Conjuntas en mayo de 1972 y expulsada del país en febrero pasado. Nos reencontramos tres meses atrás, aquí, en la capital sueca.

El reencuentro no fue sencillo. Como si recién hubiéramos salido de un tornado, ambos estábamos aún mareados y confundidos por todo lo ocurrido.

Ahora, después de todo ese vértigo de tan sólo dos años de duración, estamos cómodamente sentados en las butacas del tren esperando su partida.

Me siento contento y optimista. Me parece que ya hemos soportado demasiada tortura, demasiada cárcel, demasiado exilio, demasiados golpes. Es hora que el MLN y las demás fuerzas políticas alcancen la necesaria unidad de acción para desatar una contraofensiva en todos los frentes y lograr que la dictadura uruguaya ingrese en una fase de desgaste y debilitamiento.

Una vez más, mi visión optimista no se habría de corresponder con el porvenir. En los años siguientes, la dictadura no se debilitaría. Al contrario, lo peor estaba por venir.

Tampoco me podía imaginar que, en sólo seis meses, estaría desvinculado del MLN y, en poco más de un año, abandonaría la ciudad de Edith Piaf para retomar el exilio sueco. Volvería, pero no al Uruguay sino a Suecia.

Sin embargo, en medio de toda esta negrura se produciría una luz parisina: el nacimiento de Angela, una hermosa beba con rulos de sol y ojos de cielo.

El reloj de la estación me indica que faltan 8 minutos y 12 segundos para la partida. Frente a nosotros se acomodó una joven sueca sonriente y está comiendo una perfecta y lustrosa manzana verde de las que suelen venderse, por unidad, en los quioscos.

Mi optimismo se apoyaba más en la alegría de la primavera sueca que en la situación del MLN. Lo cierto es que, al mirar hacia el sur, era prácticamente imposible no divisar los nubarrones en el horizonte de la organización tupamara.

Desde 1973, se percibían, en el exilio, tendencias que actuaban en forma cada vez más contrapuesta.

A pesar de que usábamos un lenguaje confuso y recargado de estereotipos ideológicos, era notorio que coexistían visiones diferentes del MLN y de como organizar la lucha antidictatorial.

Una de las tendencias, la más tradicionalista, consideraba que los aspectos principales de los métodos, la táctica y la estrategia de la Organización no debían modificarse.

En el otro extremo, la tendencia revisionista era crítica con el MLN en tanto movimiento guerrillero y se afirmaba, cada vez con más fuerza, en la idea de abandonar la lucha armada y transformar el MLN en un parido político que actuaría de manera convergente con las demás fuerzas antidictatoriales uruguayas.

La polarización era cada vez mayor lo que disminuía el espacio de las posiciones centristas que buscaban el equilibrio del MLN a partir de aceptar la creación de un partido sin desmantelar el aparato guerrillero.

Esta tensión se desarrollaba principalmente en Buenos Aires. Yo, al igual que otros miembros del MLN en Europa, me sentía identificado con la tendencia revisionista. Habíamos vivido el comienzo de este proceso en Chile y Cuba y no nos costaba mucho seguirlo desde el viejo continente.

Por otra parte, no era necesario hacer análisis políticos, doctrinarios o filosóficos muy complicados para comprender algunas cosas evidentes.

Simplemente, no podíamos imaginar la lucha armada como forma de enfrentar la dictadura uruguaya. Era plantear la lucha en el único terreno en que ella era realmente fuerte.

Además, para los que habíamos visto la caída de la democracia chilena y el funcionamiento de una democracia como la sueca, lo que solíamos denominar despectivamente ''democracia burguesa'' ya no nos parecía tan despreciable.

Pese a este panorama sombrío, mis pensamientos antes de la partida del tren no podían prever todo lo que habría de ocurrir en París.

En apenas unos pocos meses, la tensión entre las tendencias del MLN alcanzaría su punto máximo y se produciría la ruptura. Los revisionistas de Buenos Aires renunciarían al MLN, produciendo una onda que nos alcanzaría en París a finales de 1974.

Tampoco podía imaginar que, en diciembre de ese mismo año, varios de nosotros en Europa presentaríamos nuestra renuncia a la organización tupamara.

Por su parte, los renunciantes de Buenos Aires intentarían conformar una nueva organización política. Sin embargo, el rápido proceso de deterioro de la situación política argentina, con la consiguiente coordinación entre las fuerzas represivas uruguayas y argentinas, terminaría abruptamente con estos proyectos.

Con el paso del tiempo, los renunciantes sobrevivientes nos quedaríamos con nuestro pasado común, la amistad surgida en épocas difíciles y un largo exilio para compartir.

Un tren suburbano está llegando a la Estación, hay mucha gente esperando para subir y el gran reloj me dice que faltan 4 minutos y 27 segundos para nuestra partida.

En la estadía de 14 meses en París nos tocaría vivir en los lugares mas diversos. Desde la aristocrática isla de San Luis hasta la Grand Borne, lugar de las afueras de París que alcanzaría notoriedad en 2005 por los violentos disturbios de jóvenes descendientes de inmigrantes.

Desde el Boulevard Saint Germain en lo que era el barrio latino lleno de excelentes librerías, hasta Le Bourget cerca del aeropuerto homónimo donde en 1973 se desplomaría un prototipo de avión soviético parecido al Concorde.

Y luego de renunciar al MLN, llegaríamos a Montmartre. Junto con Raúl y Estela viviríamos en un apartamento en el quinto piso de un viejo edificio en la calle Cyrano de Bergerac. Resultaría un lugar realmente tranquilo y pintoresco, tanto el paisaje como sus vecinos.

A pocos metros del edificio, veríamos la clásica escalinata para subir hacia el Montmartre turístico con su basílica del Sagrado Corazón. Y a menos de dos cuadras encontraríamos la espectacular feria de frutas y legumbres de la Rue de Poteau.

En esa linda época de Cyrano, conoceríamos las excelentes milanesas de carne de caballo de Estela, con una sofisticada receta por la cual era imposible diferenciarlas de las mejores milanesas hechas en Uruguay. La milanesa uruguaya es una versión lujosa y más sana del schnitzel, substituyendo el cerdo por la carne vacuna. En Francia, las carnicerías de carne de caballo son las más económicas.

Descubriríamos que el único detalle negativo del clásico edificio de Montmartre será la ausencia de un ascensor, cosa muy frecuente en París.

Tanto durante el embarazo de Sylvia como luego con Angela recién nacida, deberíamos subir y bajar los interminables cinco pisos.

No mucho después del nacimiento de Angela en mayo, nos percataríamos que, con una beba, no será posible quedarse en París. Mi carácter de refugiado político sólo era válido en Suecia.

Para agosto de 1975, comenzaríamos la retirada de París. Llegarían Fernando e Ivon desde Zurich en un Fiat 124 dispuestos a llevarnos a Suecia. De paso, Ivon y Fernando recorrerían el norte de Europa. Sería un tranquilo y agradable viaje por Suiza, Alemania y Suecia, con la mejor compañía y una beba que se portaría muy bien.

Pero no volveríamos a Estocolmo. Con el Chacal acordaríamos ir a Gotemburgo. Y, como de costumbre, él se iría antes que nosotros para allí.

En el camino, nos encontraríamos en Lund, al sur de Suecia, con Alfredo, conoceríamos a su esposa -Cloudette- y sus dos hijas recién llegadas de Uruguay. Con ellos, exploraríamos las playas del sur de Suecia.

A principios de 1976, Alfredo, Chacal y yo con nuestras respectivas familias estaríamos instalados en Tuve, un barrio de Gotemburgo.

En julio de 1977, el exilio sueco nos regalaría otra hermosa beba que se llamaría Manuela. Angela tendría que aceptar esta cruda realidad competitiva.

Se acerca la hora de la partida. El segundero del reloj de la Centralstation nos indica que faltan sólo 13 segundos para nuestra salida.

Ahora nada más que 9. Ahora sólo 5. Desde que llegué a Suecia siempre disfruto este momento. La enorme aguja del segundero del reloj está recorriendo el último segundo que nos separa de la partida.

Siento un suave temblor y veo, con el placer que produce la exactitud, que la Estación Central de Estocolmo se mueve lentamente, alejándose de nosotros. Ahora aparece el cielo y está comenzando a lloviznar.

Estoy contento y pienso en todo lo que vamos a hacer en París.

10. Jaboneras y captacanas

Siempre que veo una jabonera de plástico, la reviso. Levanto su tapa y controlo que sólo contenga jabón.

Con las radios portátiles de FM, hago lo mismo. Las reviso para verificar que son sólo eso, una radio de FM.

En el período 1970-1973 participé en la actividad de tres servicios de radio-comunicación del MLN. El primero en la casa de Punta Gorda donde ocurrió el accidente, el segundo, ya en la clandestinidad, en un local del MLN en el barrio Maroñas en Montevideo y el tercero comenzó en Santiago, Chile, continuó en La Habana, Cuba, y finalmente se instaló nuevamente en Santiago funcionando hasta el golpe de Pinochet.

Estos servicios estuvieron principalmente dedicados a dar respuesta a los posibles requerimientos en radio-comunicación de los distintos grupos del MLN.

En algunos casos, el servicio simplemente adquiría el equipo solicitado y, eventualmente, adiestraba a sus usuarios.

En otros casos, era necesario modificar ciertos aparatos, de uso común en Uruguay, para adaptarlos a las necesidades del MLN. Y en otras ocasiones, el dispositivo requerido debía ser diseñado y construido completamente por el servicio.

Las jaboneras eran un ejemplo típico de un producto completamente fabricado por estos servicios tupamaros.

Eran transmisores de corto alcance, de 30-60 metros, instalados en una jabonera de plástico. Las jaboneras de esta clase eran muy comunes y las habíamos seleccionado como el envase más apropiado para estos transmisores de FM. Si se levantaba la tapa de estas jaboneras tupamaras, se podía ver el transmisor, un micrófono y la batería de 9V que soportaba su funcionamiento.

Para escuchar las emisiones de las jaboneras, se debía disponer de un radio-receptor de FM aparentemente común. Pero no lo era. Para poder sintonizar y escuchar a las jaboneras, los receptores de FM debían ser modificados por el Servicio de Radio de MLN.

Las jaboneras emitían en una frecuencia apenas superior del tope de la banda de FM. Por esto, las radios comunes no podían recepcionarlas.

Lo que se hacía era investigar las radios portátiles de FM de venta masiva en Montevideo con el fin de determinar cuales eran las más sencillas de adaptar para recibir las frecuencias de las jaboneras.

Descubrimos modelos de radios de FM que podían ser reacondicionadas en minutos a un costo mínimo. Una vez modificada, se pintaba una marca roja en el dial indicando el lugar donde se debía sintonizar la jabonera.

Las jaboneras se usaban principalmente para la comunicación en los locales del MLN. Muchas de estas casas poseían escondites en donde varias personas podían vivir incluso durante meses. Cuando los habitantes legales del local activaban la alarma, previendo, por ejemplo, un posible allanamiento policial, los escondites se cerraban y quedaban completamente incomunicados con el mundo exterior. En estos casos, las jaboneras podían ser útiles para escuchar lo que sucedía en la casa y determinar si, por ejemplo, el allanamiento se estaba concretando.

Las jaboneras tupamaras se produjeron en serie y estaban identificadas por su número de fabricación. Algunos de los componentes utilizados para su construcción debián traerse de Buenos Aires ya que en Montevideo no estaban disponibles.

En 1971, en una interpelación en el Parlamento como consecuencia de una fuga masiva del penal de Punta Carretas, el Ministro del Interior mostró una jabonera tupamara como una prueba más de la tecnología usada por el MLN gracias al apoyo que recibía de Cuba y la Unión Soviética. La verdad era que los componentes de las jaboneras eran norteamericanos, europeos y japoneses. Además, los primeros prototipos de las jaboneras fueron hechos antes de ingresar al MLN. Las jaboneras eran un producto uruguayo y no tenían la menor relación con la Unión Soviética o Cuba.

En algunos casos, estos pequeños transmisores no fueron colocados en jaboneras. Se instalaron en lugares donde quedaban completamente escondidos.

Una hermosa lámpara de mesa con pie de cerámica parecía el lugar ideal para instalar nuestro emisor de FM. Aprovechamos el hecho de que la lampara podía estar permanentemente conectada a la red pública de energía eléctrica para acondicionarla de forma que transmitiera su señal continuamente incluyendo una batería recargable para continuar funcionando durante los cortes de electricidad. La idea, sin embargo, no dio buen resultado. El grupo que recibió la lámpara no se sentía seguro con un transmisor tupamaro imposible de apagar. Todo lo que se hablaba era captado por el ultrasensible micrófono y emitido hacia quien sabe donde. La lámpara volvió al Servicio de Radio.

Montevideo puede ser una cuidad fría, húmeda y ventosa en invierno. Para protegerse de este clima, muchos hogares usan una suerte de burlete corredizo en las puertas de entrada. Se trata de tubos de tela rellenos de aserrín o arena que se colocan en el piso junto a la puerta. Al abrirla, el burlete se desliza junto con ella. Al cerrarla, el burlete es reinstalado en su lugar con el pie.

En uno de estos burletes se agregó un transmisor. Este contenía un interruptor que, al abrir la puerta, activaba la emisión de FM permitiendo escuchar desde un lugar remoto quien entraba o salía.

El escobillón es un cepillo, con un palo de madera de cerca de un metro y medio de largo, usado para la limpieza de los pisos de los hogares.

Ellos eran, junto a las escobas, un instrumento de limpieza infaltable en las casas montevideanas. Podían encontrarse en las cocinas o en los baños y nadie prestaría la menor atención en esos objetos.

El Servicio de Radio instaló un transmisor en un escobillón usado. El micrófono, la batería y el transmisor iban en una cavidad en el cepillo, en tanto que la antena recorría el palo. Poseía un interruptor que desde el exterior simulaba una cerda más del cepillo. Al oprimirla, se encendía. Me han contado que el escobillón terminó sus días en el Museo de la Policía de Montevideo.

La modificación de receptores de FM para ser usados con las jaboneras nos condujo al descubrimiento de un nuevo producto: el captacana.

Cana, en lunfardo rioplatense, refiere a la policía. La traducción correcta sería, entonces, captador policial.

El captacana era un receptor de FM modificado para alcanzar las bandas que usaba la policía para comunicarse entre la mesa central y los diversos vehículos en la calle.

Esta clase de receptores, muy usados por los medios masivos de comunicación para supervisar la actividad policial y de bomberos, se podía adquirir en USA pero no era sencillo encontrarlos en Uruguay.

Además, eran caros y llamativos por su aspecto y tamaño, cosa que para el MLN no era muy atractiva.

Por casualidad, detectamos que ciertas radios de FM podían alcanzar las bandas de la policía con pocas modificaciones. Los primeros captacanas fueron unas radios Motorola pequeñas y económicas. Las modificábamos, pintábamos marcas rojas en el dial para indicar donde estaban las emisiones de la policía y se entregaban con algunas explicaciones sobre su uso.

Cuando encontrábamos un modelo de radio apto para ser transformado en captacana debíamos comprar rápidamente una buena cantidad ya que, con frecuencia, se agotaban. Esto también nos obligaba a experimentar continuamente con nuevos modelos para prever la demanda futura.

El uso de los captacanas requería conocer las claves de la policía y unas cuantas horas de escucha para incorporar la práctica necesaria para entender lo que podía estar sucediendo y, sobre todo, en donde.

En Chile, poco antes del golpe de Pinochet, debimos incrementar la producción de captacanas ya que grupos de la izquierda chilena los solicitaban.

Cuando ocurre el golpe el 11 de setiembre de 1973, el Servicio de Radio del MLN en Santiago, tenía captacanas cubriendo varios canales de la Policía, Carabineros y algunos radio-teléfonos del ejército.

No podíamos creer lo que oíamos. Los golpistas estaban aplastando toda posible resistencia con ferocidad y rapidez.

En el medio de ese caos radial, pudimos escuchar a la esposa de un militar golpista diciéndole que los vecinos la habían insultado. El militar la tranquilizó prometiendo que eso se arreglaría luego. Que no se preocupara de los vecinos, que todo iba bien.

Con el paso de las horas, fuimos desconectando los captacanas. Era evidente lo que estaba ocurriendo y escuchar continuamente la frase de la mesa central a los grupos de ataque nos resultaba torturante:

-No se necesitan detenidos. ¿ Comprendido ?

-No se necesitan detenidos. ¿ Comprendido ?

Al anochecer del 11 de setiembre nuestros captacanas estaban apagados. En realidad, no los necesitábamos. Los helicópteros y el rítmico trac trac trac de las ametralladoras .30 nos mantenían informados, segundo a segundo, de lo que ocurría en nuestro barrio.

11. El teléfono

En 1976, ya instalados en Tuve, barrio de Gotemburgo, fui a Televerket -la compañía telefónica sueca- a solicitar teléfono para nuestra casa.

El tema me ponía tenso porque había vivido las peripecias de mis padres en Uruguay en su lucha por obtener el mágico aparato de las comunicaciones.

Para peor, mi padre había hecho una declaración de principios afirmando que no se iba a arrodillar ante un político por un teléfono.

El principismo de mi padre nos costó 12 años de espera. Cuando el tan deseado aparato se instaló en casa yo ya tenía 14 años.

De manera que la idea de pedir un teléfono me parecía algo importante y delicado. Por otra parte, si bien estaba estudiando sueco, todavía no lo manejaba con mucha soltura.

Cuando ingresé a las oficinas de Televerket me preparé para lo peor. ¿ Tendré que hacer cola ? ¿ Habrá mucha gente en el mostrador ?

Pero en aquel agradable y funcional lugar no había mostrador y tampoco se veía mucha gente.

Casi sin esperar, una sueca me indicó que me sentara frente a su escritorio en una cómoda silla de diseño escandinavo, de madera clara y tapizado de tela azul.

Tomó los datos básicos, nombre y dirección.

Estaba muy atento a sus palabras pero no estaba preparado psicológicamente para su siguiente pregunta:

- ¿ Que número de teléfono prefiere ?

A pesar de que su sueco era perfectamente claro me costaba entender. Yo venía mentalizado a pelear encarnizadamente por mi teléfono y suponía que la empresa pública haría lo que pudiera para impedirlo. Esa era la regla que yo conocía. Y allí estaba la sueca dándome una planilla de números pidiéndome que elija el que más me guste.

Elegí el 55 56 75. Me gustaba porque tenía 4 cincos y era fácil de recordar.

Pero otra vez ella volvió a confundirme con su amabilidad:

- ¿ Que modelo y color de teléfono prefiere ?

Tratando de recuperarme de las preguntas inesperadas selecciono un modelo y un color.

Finalmente, me pidió disculpas. Me dijo que el teléfono no iba a ser instalado rápidamente ya que había mucha demanda en esos días.

Inmediatamente pensé que todo había sido muy amable pero al final había llegado la hora de la verdad.

¿ Cuantos meses o años me harán esperar ?

La sueca me explicó que, lamentablemente, no iban a poder instalarlo al día siguiente. Demorarían 48 horas. Me preguntó si eso era una complicación importante para mí.

Le dije que no y le agradecí sinceramente por su atención. Salí del edificio, respiré profundamente el aire fresco de la tarde y caminé varias cuadras pensativo.

Hace pocos días Mercedes y yo le explicamos a Marcos que cuando nosotros éramos niños no había teléfonos celulares, móviles. Se quedó observándonos y nos dijo en tono compasivo:

-Bueno, al menos tenían Internet con jueguitos, no ?

Le aclaramos que tampoco había Internet. Se quedó serio. Nos miró con ternura.

12. USA

Cuando nací en 1947, los Estados Unidos de América ya eran la potencia más poderosa de nuestro planeta.

De niño, me simpatizaba la gran nación del norte. Había descubierto en la biblioteca de mi casa una colección de Selecciones del Reader's Digest que mi padre recibió entre 1939 y 1946, es decir, durante la Segunda Guerra Mundial.

Yo no leía los artículos que, por lo general, me resultaban aburridos. Me gustaba ver y recortar la publicidad que, en esos años, era principalmente bélica. Observaba con interés los aviones, tanques de guerra y barcos. Prestaba mucha atención a los argumentos, supuestamente técnicos, que se daban para destacar la superioridad del armamento norteamericano frente al japonés o al alemán. Y aunque no creo que les sirviera de algo, yo quedaba muy convencido de lo que decían esos mensajes que, además, siempre incluían alguna consigna referente a la importancia de la unidad de las tres Américas.

Hacia mis 10 años, la revista Mecánica Popular, también norteamericana, me permitió conocer y apreciar el enorme desarrollo tecnológico de ese país.

Los norteamericanos habían adquirido un sentido práctico y una mentalidad innovadora que no era fácil percibir de igual forma, en aquella época, en nuestra región.

Sin embargo, este sentimiento de admiración generado por la nación norteña fue, gradualmente, complementado por una desconfianza creciente en su discurso hacia Latinoamérica y un temor, no menos creciente, por lo que podía hacer con los países pequeños y pobres.

Tenía 13 años cuando la invasión de playa Girón en Cuba, en abril de 1961. Ese hecho me impactó fuertemente.

En 1963 ocurriría algo que terminaría barriendo mis últimas simpatías hacia USA. En esa época, el presidente de los Estados Unidos era John F. Kennedy.

Esta Administración estaba impulsando un muy publicitado programa para el mejoramiento de la relaciones de Norteamérica con Latinoamérica. Su nombre era Alianza para el Progreso.

Como parte de estas actividades, se organizó un consurso para jóvenes científicos en toda América Latina. Esto se hacía conjuntamente con una exposición itinerante llamada Atomos para la Paz que, durante 1963, recorría las capitales latinoamericanas.

Julio -un compañero de liceo- y yo nos presentamos al concurso. Nuestro tema era la historia de la radio-comunicación y para ello presentamos un panel con texto relatando algo de esa historia y, a modo de ejemplos, una radio de principios del siglo XX y otra de mediados. Todo esto estaba en una plataforma de medio metro cuadrado.

Las dos radios estaban construidas con placas de acrílico transparente lo que permitía ver todos sus componentes. Ambas funcionaban correctamente y el visitante podía leer la historia en el panel y probar o comparar ambas radios.

El premio a los mejores grupos era, además de formar parte de la exposición de Atomos para la Paz en Montevideo, un viaje de un mes a EEUU visitando diversos centros científicos del país.

Julio y yo fuimos uno de los grupos ganadores por el Uruguay.

Salimos en los diarios, éramos los niños mimados de la biblioteca Artigas-Washington, uno de los principales centros culturales norteamericanos en Uruguay.

Frecuentábamos el USIS (United States Information Service) en la calle Paraguay donde nos trataban como conocidos de toda la vida.

Con Julio nos preparábamos mentalmente para el viaje, cosa que nos tenía muy emocionados.

Pero el 22 de noviembre de 1963 ocurrió algo realmente inesperado. El presidente Kennedy es asesinado en Dallas.

Lyndon B. Jonhson asume inmediatamente como presidente.

Las cosas cambiaron rápidamente para nosotros. La Alianza para el Progreso desapareció.

No hubo viaje a USA. Nunca se nos informó ni se nos dio una explicación.

EEUU se dedicó a la guerra de Vietnam y nosotros a estudiar y trabajar como sonidistas de bandas de Rock y finalmente del Sexteto.

Para finales de los 60, el Che Guevara y la guerra de Vietnam consolidaron nuestro sentimiento anti-norteamericano. Al mismo tiempo, y en la medida que avanzaba en mis estudios y práctica con la electrónica, no podía dejar de percibir que esta poderosa nación había ingresado en una revolución tecnológica de grandes dimensiones, en torno a la micro-electrónica y la computación. Y esto la alejaría aún más de sus competidores.

La Unión Soviética, su gran rival, poseía un excelente armamento nuclear y convencional pero no se dio cuenta por donde estaba pasando el tren de la tecnología. Este tipo de errores, para un imperio, suelen ser fatales. El viaje de los norteamericanos a la luna en 1969, con más electrónica digital que cohetería, puso en claro esta irrecuperable distancia entre ambas potencias.

En 1970, me enfrentaría directamente con el imperio norteamericano. Pero debo aclarar que lo hice sin darme cuanta. Más aún, de esto me enteré 27 años después.

El día que ocurrió mi accidente asusté al gran imperio del norte sin enterarme.

De esto, tomé conocimiento en 2007 gracias a la información que recibiera amablemente de la periodista e investigadora uruguaya Clara Aldrighi. Una de las fuentes utilizadas por Clara en sus trabajos fueron los documentos de la seguridad norteamericana que han quedado desclasificados y accesibles en los últimos años.

La casa de Punta Gorda donde viví con mi familia queda en la calle Palmas y Ombúes a unos 20 metros de la esquina con Motivos de Proteo.

Cruzando Motivos de Proteo y del lado de enfrente de Palmas y Ombúes hay una hermosa casa de dos plantas de estilo inglés clásico.

Desde mi dormitorio y cuarto de estudio podía ver perfectamente esta casa. Más exactamente, cuando estudiaba en la mesa, frente a la ventana, la veía todo el tiempo.

A mediados de 1970 estaba preparando mi examen de matemática. Aun no era miembro del MLN.

No podía dejar de observar la casa inglesa. Comencé a ver cosas que despertaban mi atención.

En una de las ventanas de la planta alta había una pequeña antena de unos 12 cm de largo. No era de metal sino flexible y de color oscuro.

Esto me atrajo muchísimo. Ese tipo de transmisor de frecuencia ultra alta no era fácil de conseguir en Uruguay. No tardé mucho en descubrir que el automóvil del dueño de casa, un Ford con chapa diplomática de la embajada norteamericana, también tenía una antena de esa clase.

Todo esto y el aburrimiento de los teoremas que tenía que estudiar, me impulsaron a dibujar la casa inglesa con el auto estacionado en el frente, detallando con cuidado las antenas de alta tecnología y unas flechitas con texto indicando las características de esos equipos. El dibujo me había gustado. Tenía cierto sabor a actividad de espionaje.

De manera que lo llevé a la sala de electrónica, donde sufriría -meses después- el accidente, para no perderlo y sin saber muy bien que hacer con él. Y allí quedó olvidado en algún estante.

La Policía lo encontró el mismo día de la explosión. Y el dibujo rápidamente llegó a la embajada norteamericana.

No había dibujado una casa cualquiera: era la casa de Mr. West, el Agregado Militar en Uruguay, en esa época.

Es oportuno recordar que el MLN había secuestrado, juzgado y finalmente sentenciado a muerte en agosto de 1970 a Dan Mitrione, experto en torturas y compañero y amigo de Mr. West.

Pocos días después de mi accidente, Mr. West y familia abandonaron la casa inglesa. A partir de mi accidente no se permitiría más a los agregados militares vivir en casas de tipo residencial.

La casa inglesa se quedó sin su antenita de alta tecnología. Algunos niños del barrio heredaron los juguetes de los hijos de Mr. West.

13. Eduardo Victor Haedo

Son las 10 de la mañana y estoy caminando por la calle Lundgrensgatan. Voy al número siete, donde se encuentra la Biblioteca Iberoamericana de Gotemburgo. Es un día desagradable, frío, nublado y oscuro de noviembre de 1977.

Sé muy bien lo que estoy buscando, pero sospecho que la probabilidad de encontrar algo en esta biblioteca -tan lejana del Uruguay- es baja.

En 1971, cuando era un militante clandestino del MLN viví en varias casas de la Organización. En una de ellas conocí a un compañero -José María Pérez Lutz- con quien tuve la oportunidad de compartir algunas veladas con charlas muy interesantes.

En una de ellas, José María me contó que en algún momento de los años 60 había estado escondido en la casa de Eduardo Victor Haedo.

Esto, de por sí, me sorprendió mucho ya que, Haedo, fallecido cuatro días antes de mi accidente, había sido un importante político, parlamentario, periodista y pintor perteneciente al herrerismo, el sector que nosotros considerábamos más conservador del Partido Nacional, una de las grandes colectividades políticas fundacionales del Uruguay.

En realidad, Haedo era un político muy especial y ya nos había sorprendido en 1961 al invitar a Ernesto Che Guevara a su residencia en Punta del Este. No debemos olvidar que, en ese entonces, Haedo era integrante del gobierno uruguayo.

Pero lo que realmente capturó mi atención fue que, según Pérez Lutz, Haedo le relató cómo él y otros parlamentarios del Partido Nacional habían enfrentado al gobierno en su pretensión de firmar un acuerdo con los Estados Unidos de América para la instalación de bases militares en Uruguay. Esto había sucedido a finales de la Segunda Guerra Mundial, en 1943.

Yo desconocía que se hubiera estado a punto de instalar bases militares extranjeras en Uruguay. Además, el relato de Haedo destacaba el apoyo de los sectores estalinistas de la izquierda uruguaya a esta iniciativa del gobierno.

De alguna manera, lo que Haedo le decía a Pérez Lutz era que ellos, los supuestamente pro-imperialistas, habían defendido la soberanía del país, mientras que una parte de la izquierda no sólo no cuestionaba la instalación de las bases sino que, por lo menos, la aceptaba.

Pérez Lutz fue muerto en un tiroteo con las Fuerzas Conjuntas y yo me fui al exilio en 1972.

Al entrar a la biblioteca, saludo a Elvira Lerena, ex-Directora de la Escuela de Bibliotecología de Montevideo. Ella es una uruguaya exiliada en Suecia y trabaja en la biblioteca desde su llegada a Gotemburgo. Dentro de 8 años ella estará nuevamente al frente de su amada Escuela en Montevideo y yo tendré el placer de darle una mano en temas de computación desde la Facultad de Ingeniería.

Le explico lo que estoy buscando sin demasiadas esperanzas de encontrar algún documento sobre Haedo y las bases norteamericanas.

Elvira es mucho más optimista que yo. Ella sabe que el fundador de la biblioteca, Nils Hedberg, viajó en 1943 por toda América Latina y trajo una gran colección de libros y documentos.

Elvira me conduce por el corredor entre muebles repletos de libros y revistas, se detiene, y las señala. Y ahí estaban, en un estante, esperándome, las actas taquigráficas del parlamento uruguayo de la década del 40. Entre ellas, el codiciado año 1943. Sencillamente, no lo podía creer.

Las actas del parlamento se mudaron a mi casa, en Tuve, y aprendieron a convivir con Angela y Manuela, entre pañales y mamaderas.

De a poco me fui integrando a esa época y a la polémica de las bases militares. No cabían dudas: lo que Haedo le contó a José María era así. Pero, además, me admiró la calidad y la elegancia de esos discursos. No sólo los de Haedo, sino los de ese parlamento en general. Esto contrastaba fuertemente con la pésima imagen que tenía, salvo destacadas excepciones, de la mayoría de los políticos de los años 60.

Más que respuestas, las actas produjeron nuevas preguntas. Ahora quería saber más sobre los dos partidos tradicionales uruguayos. Es especial, me interesaba el Partido Nacional, los blancos, cuya historia desconocía aún más que la del Partido Colorado.

Estas preocupaciones no habían surgido por una simple curiosidad intelectual por la historia del país en donde nací.

Por el contrario, mi interés por estos temas era esencialmente práctico.

El MLN era una organización política cuya acción había estado basada principalmente en la lucha armada. Y en ese terreno había sido completamente derrotada.

Sin embargo, el MLN había creado un espacio en la política uruguaya que no sería tan fácil de destruir como su aparato militar. Particularmente, el MLN había sido una importante expresión de una parte no despreciable de mi generación.

Para muchos de nosotros en Suecia, a finales de los 70, la restauración de la democracia en Uruguay era un objetivo en si mismo. Nuestra vida en Suecia y los procesos hacia la democracia en Portugal y España nos habían impulsado hacia una revalorización de la democracia uruguaya.

Desde esta óptica, la gran interrogante se podía resumir así:

¿ Como nos vamos a integrar a la democracia uruguaya los guerrilleros derrotados ?

La historia reciente de los partidos tradicionales contenía eventos que podrían servirnos de inspiración para buscar respuestas a esta pregunta.

En 1904, se había producido la última guerra civil uruguaya. En ella, se enfrentaron el Partido Nacional, liderado por Aparicio Saravia, y el Partido Colorado con José Batlle y Ordóñez como Presidente de la República. La guerra fue de corta duración gracias a la superioridad tecnológica ( armamento, telégrafo, tren ) del ejército gubernamental.

El Partido Nacional había sufrido una completa derrota militar.

A partir de este momento, Uruguay se transforma en un solo país, un solo Estado, y los partidos tradicionales deberán convivir dentro del sistema democrático.

Para que esta paz y la joven democracia pudieran consolidarse y estabilizarse era necesario integrar dos colectividades que la podían perjudicar seriamente si quedaban marginadas. Los derrotados del Partido Nacional y los grupos anarquistas provenientes de Europa.

Batlle creó las condiciones políticas y sociales para absorber, neutralizar o recuperar buena parte del movimiento anarquista de la época. Pero no era el hombre indicado para integrar a la democracia a los derrotados de la guerra civil.

Luis Alberto de Herrera, del propio Partido Nacional, sería quien cumpliría esa imprescindible misión. Batlle y Herrera construirían las bases de la democracia uruguaya del siglo XX.

Ahora los derrotados militarmente éramos los tupamaros. La restauración democrática uruguaya iba a requerir, entre otras varias cosas, la integración política de los guerrilleros del MLN. Más exactamente, la integración de su discurso político a la democracia.

¿ Quién podría, al igual que Herrera, cumplir esa misión, 80 años después ?

¿ Y de existir, de qué partido sería ?

Del Frente Amplio, la coalición de izquierdas uruguaya, podía imaginarse apertura en el sentido orgánico pero su principal líder, Liber Seregni, originalmente colorado, no parecía poseer, ni el discurso, ni las cualidades requeridas para esta compleja tarea integradora.

Del Partido Colorado no podíamos esperar mucho ya que el MLN había desarrollado la mayor parte de su actividad durante gobiernos colorados.

En cuanto al Partido Nacional, la situación era compleja pero interesante. Su principal dirigente, Wilson Ferreira Aldunate, estaba exiliado en Europa y conocía bien la realidad del exilio tupamaro. Tenía un buen diálogo y era respetado por nosotros.

Por otra parte, en caso de elecciones en Uruguay, Wilson sería, seguramente, presidente.

Desde esta perspectiva, Ferreira Aldunate se presentaba como el más probable candidato a ser el principal integrador de la guerrilla tupamara a la democracia uruguaya.

Pero Wilson no era todo el Partido Nacional. No sabíamos que resistencia podía generar una política de esta clase en los sectores más conservadores del nacionalismo. De manera que el líder blanco era una esperanza y un enigma.

A partir de la instalación de la democracia en marzo de 1985, pudimos comprobar, año tras año, como la realidad fue desbaratando nuestras espectativas y pronósticos del exilio.

Julio María Sanguinetti, del Partido Colorado, fue el primer presidente de la recuperada democracia uruguaya. Ferreira Aldunate había retornado al Uruguay en junio de 1984 pero, al llegar, fue detenido por la dictadura siendo liberado luego de las elecciones. Los militares habían resuelto que Wilson no podía ser candidato en esas elecciones. Lamentablemente, no tendrá otra oportunidad. En marzo de 1988 falleció como consecuencia de cáncer pulmonar.

El gobierno de Sanguinetti decretó rápidamente la anmistía de los presos y perseguidos por la dictadura. La paz y la democracia retornaban al Uruguay.

Raúl Sendic y otros dirigentes históricos del MLN recuperaron su libertad y restablecieron la actividad del la organización guerrillera en el marco del Frente Amplio. Raúl Sendic falleció en París en abril de 1989.

A pesar de la ausencia de Ferreira Aldunate, el Partido Nacional triunfa en las elecciones de 1989. El presidente Luis Alberto Lacalle, nieto de Herrera, no manifestará interés en recuperar o asimilar el potencial electorado tupamaro.

Una década después de restaurada la democracia, el espacio político creado por el MLN seguía sin ser resuelto por el sistema político de la democracia uruguaya.

¿ Pero, en realidad, que significaba ese espacio ?

El MLN había presentado, en la década del 60, un discurso de estilo nacionalista, tomando varios de los símbolos del Partido Nacional, combinándolos con componentes sociales típicamente identificados con la izquierda uruguaya e, incluso, con el batllismo.

Se trataba de un lenguaje preciso, escueto y sin vueltas.

No usaba la retórica de la izquierda parlamentaria. Tampoco la de los partidos blanco y colorado.

La credibilidad del discurso tupamaro se basaba en el hecho de provenir de un movimiento guerrillero que desafiaba militarmente al Estado uruguayo. Por lo general, la gente no duda de la honestidad de quienes se están jugando la vida por sus ideas. En todo caso, se los podía considerar equivocados, pero no corruptos.

Esto le daba mucha fuerza política en un momento en el que existía una fuerte desconfianza de la población hacia la clase política.

Por estas razones, el espacio político tupamaro no era fácil de medir electoralmente y tengo la impresión que una buena parte de la clase política lo subestimó. No se trataba de contar la cantidad de guerrilleros de esa época. Eramos unos pocos miles y unos cuantos de ellos nos habíamos alejado del MLN.

Este espacio político sobrevivió a la dictadura en la memoria de la gente. De aquellos que no eran tupas y lo recordaban. No era fácil de medir, pero allí estaba.

La cuestión irresuelta era como traducir este discurso guerrillero a un discurso apto para el ámbito democrático.

Quien lograra hacer esto, dispondría de ese importante capital político creado por el MLN. Al mismo tiempo, le haría un gran favor a la democracia.

Los partidos tradicionales no parecían percibir que este espacio tupa seguía siendo la verdadera clave de la restauración democrática. El Frente Amplio tampoco parecía comprender la importancia de este tema.

Mientras ese vacío seguía sin llenarse y los líderes de los tres partidos continuaban ignorándolo, la vida se encargó de forjar un político capaz de hacer algo similar a lo hecho por Herrera en 1904.

A finales de los 90, José Mujica, dirigente del MLN, fundador del Movimiento de Participación Popular (MPP) dentro del Frente Amplio, comienza a transformarse en un líder cada vez más importante.

Para el 2000, el MPP ya es una de las grandes fuerzas de la coalición. En las elecciones de 2004, Mujica será una de las claves del triunfo del Frente Amplio.

Y aunque sospecho que tanto los simpatizantes de Mujica como los herreristas sentirán un completo rechazo ante lo que voy a decir, no puedo resistir la tentación.

En 2004, un siglo después que Herrera lo hiciera con los blancos de Aparicio, Mujica logró, finalmente, integrar el discurso político tupamaro a la democracia uruguaya, y con ello, dio un gran paso en la consolidación de la misma.

Al igual que con la larga vida política de Herrera, pueden ocurrir muchas cosas en el futuro, y Mujica podrá cometer muchos aciertos o errores, pero esta historia tupamara inconclusa, la cerró definitivamente Mujica el primero de marzo de 2004.

Esto me produjo una gran satisfacción.

14. Los Testigos de Jehová

-Buenas tardes. Somos Testigos de Jehová.

-¿Le gustaría conocer el mensaje de Dios ?

Había oído el timbre y, al abrir la puerta, allí estaban. Justo lo que necesitaba. No pude dejar de pensar si esto no sería una prueba de la existencia de Dios. Habían llegado en el mejor momento.

Con una diabólica sonrisa parecida a la del Doctor Frankenstein cuando creaba el famoso monstruo de las películas de terror, los hice pasar al living de nuestra vivienda en Tuve, Gotemburgo.

Les rogué tomar asiento y les ofrecí café. Quería que estuvieran cómodos para poder comenzar, cuanto antes, con el gran experimento que tenía en mi mente desde hacía un tiempo.

La pareja se sentó pero declinó mi invitación de café. Insistí con otras alternativas.

Finalmente, aceptaron jugo de naranja.

Por las grandes ventanas del apartamento número 63 de la calle Norumshöjd, se podía ver el atardecer otoñal, con el característico colorido gotemburgués que dan las hojas de los árboles con sus tonos verdes amarillentos, ocres y rojos cobrizos. En aquel viernes de setiembre de 1978 ya era posible apreciar que los bosques de Tuve se estaban preparando para el frío, la nieve y la oscuridad que, en poco tiempo, cubriría la región.

Era el momento oportuno para mi experimento. La pareja de Testigos de Jehová estaba cómodamente sentada en el sillón y yo frente a ellos en una butaca. Ella era pequeña, morena, de pelo negro. Hablaba español con naturalidad y su aspecto era definidamente latinoamericano. En unos minutos más, me enteraría que era de nacionalidad peruana. Su esposo, por el contrario, era rubio y corpulento y, sin dudas, era sueco. De todos modos, hablaba correctamente el español aunque, como es de suponer, tenía el acento de los escandinavos.

Angela entró súbitamente al living en su triciclo y preguntó sonriente si eran tíos. Le dije que no, que eran personas que habían venido a hablar conmigo. Me miró algo sorprendida porque para ella, al igual que muchos otros hijos de exiliados latinoamericanos, todas las visitas que hablaban la lengua materna eran de la familia, es decir, tíos o algo parecido y eso podía significar regalitos.

Algo decepcionada dio la vuelta con su vehículo inspeccionando a los extraños y se retiró. Por el corredor se oía alguna protesta de Manuela con su madre mientras la alimentaba.

Los conceptos claves para la experiencia que quería realizar eran la tolerancia y el respeto a las ideas de los demás. En esos años había llegado a la conclusión de que el dogmatismo, los prejuicios y la intolerancia habían sido un verdadero ácido corrosivo en la trama social del Uruguay de los 60. Aunque no pensaba que fuera la única explicación de la tragedia uruguaya, de todos modos consideraba que esto había ayudado mucho para producir la mezcla inflamable de esos años.

Por ello, creía que para reconstruir una democracia sana era necesario educarnos y entrenarnos en el respeto a las ideas de otros, no importa cuan opuestas fueran a las nuestras.

Mi preocupación por estos temas no era un fenómeno individual, aislado del resto de los uruguayos exiliados en Gotemburgo.

Por el contrario, estábamos, en aquellos años, viviendo un proceso de reflexión que, a su vez, iba generando nuevas formas de expresión y organización de los exiliados.

Desde 1976, la Casa del Uruguay en Gotemburgo era una prueba evidente de este estado de ánimo de los exiliados uruguayos. Se trataba de una organización abierta, democrática, pluralista, integradora de la cultura uruguaya en Suecia y con una explícita posición en torno al respeto de los Derechos Humanos, tomando como referencia esencial la propia declaración de las Naciones Unidas al respecto. Esta simple definición de principios le permitió abrir sus puertas a todos los suecos y uruguayos manteniendo siempre una definida posición anti-dictatorial.

En 1978, la Casa ya era la principal organización política y cultural de los uruguayos de Gotemburgo y esto señalaba los cambios profundos que íbamos sufriendo en nuestra forma de pensar y hacer política durante el exilio.

De manera que desde hacía algún tiempo estaba buscando algo que estuviera en las antípodas de mi forma de pensar para sentarme a dialogar y probar, en la práctica, mi umbral de tolerancia.

Y ahí estaban mis Testigos de Jehová dispuestos a ayudarme en mi programa de escucha y comprensión de los miembros de este grupo religioso.

De esta forma, comenzaron las visitas periódicas de la pareja sueco-peruana. Gradualmente, fui ingresando al mundo de los Testigos y ellos al mundo de los exiliados uruguayos.

Me contaron historias angustiosas de represión y persecución debido a su absoluto rechazo a las transfusiones de sangre.

Por su religión, los Testigos no pueden recibir sangre de otra persona y, en muchos países, eran obligados, incluso haciendo uso de la violencia, a recibirlas.

De mi parte, iban los relatos, no menos terribles, de la dictadura uruguaya. La pareja me entregaba la revista Atalaya, que leía atentamente, y yo les entregaba folletos sobre la situación de los presos políticos en Uruguay.

Aprendí a manejar las fuertes restricciones con las bebidas alcohólicas y las infusiones. Nada de alcohol. Nada de café, nada de té. Aprendí a respetarlos. Era una pareja pacífica y trabajadora que en su tiempo libre se dedicaba a trabajar, de acuerdo a su criterio, para el bien de sus semejantes.

Este intercambio se fue agotando con el pasar del tiempo.

Había aprendido a comprenderlos pero no me sentía atraído por su religión. Y sobre esto no había mucho que yo pudiera hacer. La fé, se tiene o no se tiene. Con la llegada del invierno mis queridos Testigos suspendieron sus visitas.

En lo que a mí respecta, siempre les estaré agradecido por lo que me dieron, por lo que recibí de ellos. No sé si ellos habrán quedado igualmente satisfechos conmigo.

15. La radio

Mi radio-despertador se enciende los días que trabajo a las 7 de la mañana, sintonizando la radio CX14 El Espectador.

Esta emisora de AM es una de las primeras que, a principios del siglo XX, modificó profundamente los hábitos de los hogares uruguayos a través de ese maravilloso mueble sonoro de madera, con perillas y dial, que era la radio.

Aunque no tengo la intención de hacerle publicidad a esta emisora, no puedo dejar de concentrarme en ella si he de ser fiel a como ocurrieron las cosas.

Tengo la costumbre de sintonizar la Espectador desde hace 40 años. Y en algunos momentos de mi vida me aferré a ella como una manera de sobrevivir. A otros les dio por jugar al fútbol, armar una murga para recrear el carnaval uruguayo o hacer dulce de leche, el famoso dulce del Río de la Plata.

A mi me dio por la radio.

A finales de 1972, el equipo de radio-comunicaciones del MLN integrado por Ivón, Fernando, Alfredo y yo, estaba nuevamente reunido, ahora en Cuba.

Junto con otros compañeros nos habían alojado en una hermosa residencia construida antes de la Revolución. Era una amplia casa de una planta desplegada en un terreno de buenas dimensiones. Estaba situada en Marianao, un barrio residencial de La Habana.

Por supuesto que, cuando llegamos allí, el Chacal ya estaba instalado y se movía por ella silenciosamente como un felino en su territorio.

Nosotros suponíamos que estas bellas residencias habían sido confiscadas en los primeros tiempos de la Revolución y que ahora cumplían diversas funciones. Una de ellas era la de albergar a los tupas que veníamos de Chile.

Las casas estaban adecuadamente amuebladas incluyendo una radio y un televisor de origen soviético, por lo general fabricados en algún país socialista de Europa.

Desde Cuba no era fácil recibir información de Uruguay. El correo y el teléfono entre Cuba y Uruguay era, en ese entonces, fuertemente controlado por la seguridad cubana y prácticamente no funcionaba. Por otra parte, había también buenas razones de seguridad de parte del MLN para desestimular los intentos de establecer contacto directo desde la isla con Uruguay.

La única vía que nos quedaba para obtener información era Chile y, por cierto, era bastante limitada.

Las condiciones para la creatividad de nuestro grupo estaban dadas. La radio soviética estaba sobre la mesa esperándonos. Descubrimos que, tal vez por las enormes distancias de la Unión Soviética, dicho receptor estaba bien equipado para recepcionar estaciones de onda corta. Esto no era tan común en las radios occidentales que, normalmente, sólo tenían AM y FM.

Había que resolver dos cosas: construir una antena de unos 10 metros de largo y, lo más difícil, averiguar que radios uruguayas emitían en onda corta y en que lugar del dial, con qué frecuencia.

La antena se instaló usando un alambre viejo atado desde el tanque de agua de la casa hasta un palo en el fondo de la misma. La radio funcionaba muy bien y como no sabíamos donde estaban las radios uruguayas simplemente nos pusimos a rastrear toda la onda corta.

Nos concentramos especialmente en las bandas de 30, 25 y 19 metros de longitud de onda. Suponíamos que en esas frecuencias se daba la mayor posibilidad de sintonizar una radio uruguaya.

Además, por las características de la atmósfera en el Caribe se debía buscar durante el día ya que en la noche las emisiones cercanas tapaban todo.

Finalmente, la búsqueda tuvo su resultado. En la banda de 25 metros encontramos una radio uruguaya. Habíamos sintonizado la radio El Espectador.

La alegría no duró mucho. Poco después, los cubanos de la seguridad vieron la antena y nos explicaron que, debido a las emisiones contrarrevolucionarias desde los Estados Unidos, había normas que impedían la instalación de antenas en una casa sin la autorización del gobierno.

Nos explicaron que el Socialismo y la Dictadura del Proletariado requerían de este tipo de restricciones.

De más esta decir que desarmamos la antena y se terminó la CX14 en La Habana.

Ese fue nuestro primer partido radial con los cubanos. En la revancha, las cosas cambiarían radicalmente.

Apenas 11 meses después, los cubanos nos permitirían escuchar la Espectador sin restricciones. No sólo eso, también pondrían a nuestra disposición una antena enorme y, tal vez, algo exagerada para nuestros fines. Por si eso fuera poco, tendríamos los mejores equipos de uso militar que Cuba podía disponer, en aquellos años, para recepcionar emisiones de onda corta.

En octubre de 1973, la mitad del grupo de radio-comunicación del MLN -Alfredo y yo- se asiló en la Embajada de Cuba en Chile. Ivón y Fernando habían hecho lo mismo en la Embajada de Suiza.

Luego del golpe contra Allende, la sede diplomática cubana estaba bajo control del Reino de Suecia gracias a las negociaciones del Embajador Harold Edelstam con la Junta Militar.

A pesar de estar sitiada por el ejército de Pinochet desde el mismo 11 de setiembre, la embajada mantuvo una intensa actividad y comunicación con los partidos políticos chilenos -ahora en la clandestinidad- hasta que en diciembre de 1973 el embajador sueco fue declarado persona non grata por la dictadura.

El grupo de asilados estaba compuesto principalmente por uruguayos y chilenos, incluyendo un ex-ministro del gobierno de Allende y la uruguaya Mirta Fernández de Pucurull, quien fue rescatada por el embajador Edelstam cuando todos ya habíamos perdido la esperanza.

La vida de la embajada era tensa debido a la constante presión del ejército que nos rodeaba, pero la convivencia era buena. Por otra parte, había mucho para hacer y cada uno de nosotros tenía una tarea asignada.

A Alfredo y a mí se nos solicitó que intentáramos reparar y poner en forma operativa los equipos de radio-comunicación de la embajada.

La Sala de Comunicaciones estaba muy bien equipada, incluyendo un transmisor de alcance mundial, un receptor de onda corta de uso militar, un receptor norteamericano para radio-aficionados y algunos transceptores de corto alcance, también norteamericanos. La embajada ocupaba una superficie realmente grande lo que permitió instalar una antena para emitir o recibir en condiciones casi ideales.

Como la sala incluía cuchetas, Alfredo y yo prácticamente vivíamos en ese lugar durante todo el período que nos tocó estar allí. Nadie más entraba a esa sala.

En poco tiempo aprendimos a operar el receptor ruso. Se trataba de un cubo de casi un metro de lado que daba la impresión de estar hecho de metal macizo. Los controles estaban diseñados para gente con manos grandes y fuertes. No era precisamente mi caso. Se podía buscar una señal de radio con 5 o 6 digitos de exactitud, mucho más de lo que estábamos acostumbrados nosotros.

A ciertas horas y en ciertas frecuencias, debíamos recibir las emisiones desde Cuba. Se trataba de mensajes codificados que luego de ponerlos en papel entregábamos a Max Marambio, el enlace entre Cuba, el embajador sueco y los partidos chilenos. Este chileno era una curiosa mezcla de guerrillero y playboy que sabía hacer muy bien su trabajo en las difíciles condiciones en que se encontraba. Era evidente que gozaba de una gran confianza por parte del gobierno cubano.

Otro grupo del MLN tuvo una actividad especialmente destacable para todos nosotros.

Al embajador sueco le preocupaba mucho la existencia de una cantidad importante de armas largas y cortas en el edificio de la ex-embajada de Cuba. Su presencia significaba un serio riesgo para la vida de los asilados. El mayor temor del embajador era lo que pudiera ocurrir en el caso de un allanamiento por parte del ejército.

Era imprescindible sacar las armas de allí cuanto antes. Y así se hizo.

Para ello fue necesario coordinar con los partidos políticos chilenos que recibirían las armas. Pero además, había que encontrar una forma de sacar el armamento de manera que el ejército sitiador no se percatara.

Un grupo del MLN se encargó de esconderlas en los vehículos de la embajada y dentro de las garrafas de gas para la cocina. Lo único extraño era que las garrafas salían de la embajada con más frecuencia de lo normal, supuestamente vacías.

El embajador sueco hacía, normalmente, una visita diaria para ver como se desarrollaban las tareas y cumplir con su vital rol de nexo con el exterior. A veces, cuando consideraba que el riesgo de un ingreso violento de los militares era muy alto, se quedaba a pernoctar o invitaba al embajador de la India y su esposa a un ágape en la embajada.

No recuerdo la fecha exacta, pero creo que, para el mes de noviembre de 1973, la embajada ya estaba sin armas.

En cuanto a Alfredo y a mí, de más está decir que en los ratos libres sintonizábamos la Espectador sin la menor dificultad. No sólo eso, pudimos determinar su frecuencia con exactitud y, además, detectar otras radios uruguayas como Sarandí y Oriental. Toda esta experiencia en la recepción de onda corta no sería en vano.

A finales de 1975 ya estaba definitivamente instalado en Gotemburgo, Suecia. Vivíamos en un pequeño apartamento en Masthuggtorget, un barrio cerca del puerto. Angela había nacido en mayo de ese año. Se acercaba el largo y oscuro invierno sueco y no tenía una buena radio de onda corta.

Adquirí por 1100 coronas suecas un kit de componentes para armar un receptor de onda corta portátil, bastante sensible y preciso.

En diciembre de 1975 estaba todo listo para probar el equipo. Pusimos una antena colgando por una ventana y empezamos a buscar radios uruguayas.

Pronto nos dimos cuenta de las pocas probabilidades de captar en Suecia una señal relativamente débil emitida desde Uruguay.

La Asociación Sueca de Radio-aficionados nos dio mucha información sobre la complejidad de este tipo de comunicación. Dependíamos de las manchas solares, de la hora del día, del clima en Uruguay, en el Océano Atlántico y en Suecia. Escuchar la radio El Espectador en Gotemburgo era parecido a buscar una aguja en un pajar.

Empecé a recibir mensualmente los pronósticos sobre la atmósfera y las manchas solares. Escuchaba los detallados informes meteorológicos de la Radio Nacional de España que cubrían buena parte del Océano Atlántico. Y de a poco comenzamos a adquirir práctica para determinar cuando era posible escuchar la Espectador. A veces, esa pequeña ventana con el Uruguay solo duraba media hora durante dos o tres meses.

Con frecuencia, la señal se desvanecía o se perdía por el ruido de la atmósfera.

Pero cuando el clima y las manchas solares estaban a nuestro favor podíamos escuchar la radio uruguaya hasta una hora durante una semana, todas las noches. Si Angela y Manuela lo permitían, claro está.

Cuanto placer producía escuchar los informativos y, sobre todo, la típica publicidad de las radios del Uruguay.

Hacia finales de 1980, la dictadura organizó un plebiscito con el objetivo de institucionalizarse. Aunque en forma muy limitada, esto le daba a la ciudadanía una valiosa oportunidad para expresarse. La expectativa alrededor del plebiscito en el exilio era enorme.

Yo me puse de apuro a estudiar las condiciones climáticas para el último domingo de noviembre de 1980 con el objetivo de escuchar los resultados de las primeras mesas electorales y observar las tendencias.

Cuando llegó el día del plebiscito, la recepción no era buena pero allí estaba la CX14.

Los resultados de las primeras mesas eran contundentes. Pude acostarme completamente feliz sabiendo que el NO había ganado.

El cassette donde grabé la débil señal de la Espectador contando los votos del NO es uno de los recuerdos más queridos del exilio que traje conmigo al Uruguay.

Mientras escribo este capítulo, estoy recibiendo un e-mail de Angela desde Alemania donde me cuenta sobre su embarazo y adjunta algún comentario sobre las últimas noticias de Uruguay que vio en la Web del Espectador.

Claro, recién me doy cuenta que me olvidé de decirle a los lectores jóvenes que cuando yo vivía en Cuba, Chile o Suecia no había Internet.

16. Mi primer PC

Para la primavera de 1979, mi primer PC estaba debidamente instalado en el förråd del apartamento de la calle Norumshöjd en Tuve, Gotemburgo.

La palabra sueca förråd viene del francés y denomina una pequeña habitación, sin ventanas, que se usa como guardaropa. Por su capacidad, también es apropiada para alojar muebles u objetos de uso poco frecuente. O. simplemente, cosas que, por alguna razón, no alcanzan a satisfacer las exigencias mínimas para acceder al living, la cocina o los dormitorios.

En esta última categoría estaba mi PC. No tenía buen aspecto. Peor aún, no tenía aspecto de PC.

Bueno, es que ni siquiera tenía mouse.

Al ingresar al förråd se podía ver un escritorio de madera con algunos estantes a ambos lados.

El escritorio había sido rescatado del cuarto de desechos del edificio luego de ser abandonado por un vecino.

Sobre este mueble, se desplegaba, en toda su extensión, mi Personal Computer.

En el centro de la mesa del escritorio, se encontraba el teclado. Cuando digo teclado digo exacta y estrictamente teclado, es decir, la placa electrónica sobre la cual están las teclas. Nada más.

Para darle un poco de estabilidad al esquelético teclado, había sido colocado sobre la caja de espuma de plástico en donde originalmente fue empaquetado.

De este teclado desnudo, salían varios cables hacia una caja de aluminio de 25cm de alto y 12 de ancho que contenía cuatro placas y más cables interconectándolas.

Esa caja era la unidad de control del teclado y la pantalla de la computadora. Por ello, algunos cables salían de allí en dirección al monitor de 14 pulgadas. La pantalla era, en realidad, un olvidado televisor monocromático húngaro que en 1975 me había costado 495 coronas.

Para completar la maraña, más cables, muchos más, partían de la caja de aluminio hacia un panel de 25cm de lado que contenía el corazón de nuestro disperso computador.

Allí se encontraba, sin tapa o protección alguna, el procesador y la memoria. Se trataba de un Motorola 6800 con 2KB de RAM.

Del panel avanzaban más cables a la búsqueda del dispositivo de lectura de la memoria secundaria, concretamente, un grabador de audio-cassette -encontrado en la basura- que cumplía la importante misión de leer o guardar los programas y los datos del PC.

Lograr que todos los componentes funcionaran correctamente y que ningún cable se desconectara en el momento justo, era una verdadera hazaña.

Pero, a veces ocurría y ver el 6800 funcionando a todo vapor era pura adrenalina. Y muy emocionante sentir todo ese poder allí en el förråd de mi casa.

La máquina iniciaba su lenta fase de activación del panel central y esperaba instrucciones para habilitar el teclado y la pantalla. Finalmente, comenzaba a leer los programas de un cassette. Esta rutina de arranque le insumía unos 15 minutos.

Con total sinceridad : nunca la usé para algo útil. Sólo hice experimentos con ella. El primero de ellos fue construirla.

Por otra parte, el PC o computadora personal no era algo popular en esos años.

Habría que esperar hasta agosto de 1981 para que IBM lanzara el PC y, en pocos años, se transformara en una herramienta imprescindible en los hogares de todo el mundo.

Sin embargo, la tecnología del PC ya estaba disponible desde mediados de los 70. Los componentes de microcomputadoras eran accesibles y había suficiente bibliografía para diseñar y construir máquinas como la que yo había hecho.

Aprendí algo fundamental de mi primer PC. Para finales de los 70, la parte electrónica estaba básicamente resuelta. Su desarrollo requería estándares, perfeccionamientos y producción en una escala suficiente como para bajar los costos.

El verdadero problema eran los programas. Ahí había mucho camino por recorrer.

Descubrí un nuevo mundo para explorar. Y al igual que los buscadores de oro, no podía resistir la atracción que me producía este nuevo territorio.

Hasta ese momento, yo había estado estudiando y trabajando en electrónica y telecomunicaciones.

A partir de 1980 comenzaría mis estudios universitarios en computación.

Pronto descubriría que algunos de los esquemas que había adquirido con la electrónica no funcionaban bien en el mundo de la computación.

Como sucedía con otras ingenierías tradicionales, la electrónica poseía un comportamiento bipolar en relación a la teoría y la práctica, lo abstracto y lo concreto.

Por arriba de las teorías sólo se podía esperar la aparición de teorías más abstractas.

En el otro extremo, profundizar en la práctica no significaba otra cosa que la aplicación de las teorías a situaciones reales, concretas.

En este proceso, la matemática y la física nos daban el soporte necesario para que los modelos teóricos pudieran aplicarse efectivamente en el mundo real.

Para mi completa sorpresa, estas reglas clásicas de la ingeniería no funcionaban muy bien en la computación.

Era el mundo del revés. Un salto brusco en el nivel de abstracción podía conducir a una importante aplicación. El tratamiento correcto de un problema concreto podía desatar el camino hacia una nueva teoría de uso general.

Dicho de otra forma, la teoría y la práctica, lo abstracto y lo concreto, parecían coexistir en un universo caótico con dimensiones desconocidas para mí.

¿ A que se debe este caos estructural tan característico de la computación ?

Se debe a una habilidad sorprendente de estas máquinas: un programa de computación puede producir, a su vez, un programa de computación. Y este último, a su vez, podría generar otro, y así sucesivamente.

Para darle un poco más de emoción a esta cualidad, Alan Turing, el fundador de la Ciencia de la Computación, demostró, en 1936, que un programa no puede inspeccionar a otro y deducir ciertas propiedades sobre su comportamiento.

En otras palabras, como los padres con sus hijos, los programas pueden generar programas pero no pueden garantizar su conducta.

En este contexto, la capacidad de que los programas generen programas se nos presenta como algo complejo, abstracto y no muy sencillo de controlar.

Pero al mismo tiempo, el más abstracto y genérico de estos programas es algo extremadamente concreto. Es un simple programa que hace funcionar de cierta forma a una máquina computadora. Esto nos hace recordar algunos aspectos del comportamiento de los seres vivos. Y aún cuando los biólogos manifiesten reticencia a equiparar los virus con los organismos vivientes, no hay dudas que los virus informáticos son un ejemplo asombroso (y desagradable) de las curiosas propiedades que poseen los programas de una computadora.

En la medida que fui ingresando a esta nueva disciplina, fui perdiendo mi cultura electrónica original. La matemática que estaba acostumbrado a usar en los circuitos electrónicos dejó paso a nuevas ramas como la lógica matemática o la matemática discreta.

Para usar un código más literario diría que El Hombre que Calculaba, escrito por Julio César de Mello y Souza y publicado bajo el seudónimo de Malba Tahan, fue substituido por Alicia en el País de las Maravillas escrito por Lewis Carrol que, en realidad, no era su nombre sino el nombre de su nombre que era Charles Lutwidge Dodgson.

En efecto, habíamos abandonado el mundo ordenado, confiable y exacto del calculista árabe y estábamos ingresando al universo desconcertante, distorsionado e impredecible de Alicia.

Para 1984, mi proceso de reconversión ya estaba en un estado considerablemente avanzado. Digamos que ya me sentía cómodo con el desorden de los nuevos territorios que estaba colonizando y los recuerdos del estable y lineal mundo de la electrónica y el cálculo matemático no me producían demasiada angustia.

Al llegar al Uruguay en 1985, había perdido totalmente mi capacidad para discernir entre la teoría y la práctica, entre lo abstracto y lo concreto.

Y con este reacondicionamiento mental, estaba pronto para reencontrarme con el InCo.

Pero eso, eso es otra historia.

17. La Paloma

A pesar de mis esfuerzos no he logrado recordar que fue lo que comí esa noche.

¿ Jamón con tomates rellenos, de entrada ?

¿ Habré comido, tal vez, tallarines con tuco y carne estofada ?

¿ Quizás flan con dulce de leche, de postre ?

Yo tenía 15 o 16 años y no me acuerdo bien de los detalles de ese día.

Ni siquiera recuerdo el año en que ocurrió lo de La Paloma. Creo que fue entre 1962 y 1964.

Por el tipo de tecnología que usé en el restaurante La Paloma sospecho que se trataba del año 1963.

Con un poco de audacia, vamos a suponer que esta historia ocurrió en Montevideo, en un día de 1963, probablemente un lunes.

Biagioni, amigo de mi padre y arquitecto de la casa de Punta Gorda, llegó de visita el sábado anterior al evento de La Paloma buscándome para que le resolviera un problema urgente.

El amigo de mi padre integraba una agrupación política del Partido Colorado que iba a hacer una reunión de evaluación de las últimas elecciones uruguayas y necesitaban un equipo de sonido con micrófono y, por supuesto, un sonidista que lo manejara.

En el restaurante iba a hablar el principal líder del movimiento y además se esperaba la asistencia de un grupo de música popular.

El arquitecto de nuestra casa había quedado encargado de resolver el tema y como no disponían de mucho dinero, la solución debía de hacerse sin costos.

De manera que Biagioni me pidió me encargara del asunto como un favor, cosa que acepté sin mucha vuelta ya que el desafío me gustaba. Nunca había hecho una cosa así.

El acto consistía de una cena en La Paloma. Dicho restaurante estaba situado en Malvín, un barrio que conocía muy bien y que estaba contiguo a Punta Gorda.

La Paloma era un restaurante clásico de la época. Presentaba un menú bastante amplio y diverso combinando la parrilla de carne vacuna típica del Río de la Plata con la versión uruguaya de las pastas italianas y una buena y variada oferta de platos de lo que los montevideanos de aquel entonces identificábamos como cocina internacional. No tenía las pretensiones de un centro gastronómico de alta cocina sino, más bien, se trataba de un lugar agradable para las familias que aspiraban a una buena y abundante comida por un precio razonable. Complementando estos atributos, el restaurante estaba ubicado en un hermoso lugar de la rambla de Malvín frente a la playa del mismo nombre. Como si esto fuero poco, en verano se podía comer en mesas al aire libre con vista al mar.

El día de la cena llegué a las 20 horas en el Vanguard, el auto de mi padre, con los equipos de sonido. A pesar de que no tenía permiso de conductor por ser menor de 18 años, mis padres me permitían conducir en nuestro barrio o sus alrededores, evitando, en lo posible, las calles de mucho tránsito.

El equipo de sonido que tenía en ese momento no era precisamente una maravilla. Se trataba de un amplificador de 14W de potencia que yo había construido. Digamos que casi cualquier equipo de uso hogareño en la actualidad lo supera ampliamente en potencia. Tenía, además, dos parlantes en cajas rústicas, muy rústicas, y dos micrófonos.

Eso era todo.

Las mesas de La Paloma se habían reacomodado para formar una enorme U de manera que en la base de la U pudiera sentarse la dirigencia de la lista 99 y especialmente su líder, Zelmar Michelini.

Mi tarea durante la cena sería amplificar las voces y las guitarras de un dúo de música popular. Luego, a partir de los postres y el café, debía poner un micrófono a Zelmar para su oratoria.

No fue fácil amplificar con mi humilde equipo las voces y las guitarras de Pepe y Braulio. Además, creo recordar que estos jóvenes de 18 y 20 años no se sentían muy cómodos con mis micrófonos y sus respectivos cables. Por otra parte, no estoy muy seguro de la real necesidad de amplificar las voces de este dúo que, de por sí, eran potentes.

En cuanto al discurso de Michelini, sólo me quedó grabada la imagen de su fuerza y velocidad al hablar.

No me quedaron dudas: con sus 38 años de edad aparecía como el líder indiscutido de la 99, una agrupación joven, dinámica y desafiante de la inercia política que el Partido Colorado sufría en la primera mitad de los años 60.

Zelmar será asesinado en 1976 en Buenos Aires, Argentina.

Pepe Guerra y Brulio Lopez, los Olimareños, se convertirán en uno de los grupos de música popular más exitoso del Uruguay.

La Paloma de Malvín emprendió su vuelo en algún momento de finales del siglo XX. Ignoro la fecha exacta. Pasaron tantas cosas después de esa cena que, simplemente, un día me di cuenta que La Paloma ya no estaba.

18. Las cuatro estaciones

Hay un momento, un instante, en el comienzo del exilio, en que tomé conciencia de que el exilio podía ser toda la vida.

Pero un día, en otro instante, ocurre algo y uno se da cuenta que el exilio puede terminar pronto.

Ambos momentos son terribles.

Son las cuatro de la tarde. Terminó la clase de Datastrukturer y hoy me toca ir a buscar a las nenas a la guardería y darles de comer.

Estoy estudiando matemática aplicada a la computación en el campus universitario de la Chalmers y la Universidad de Gotemburgo.

Yo vivo en la otra punta de la ciudad. Esto significa que tengo que ir al centro de la misma, es decir, Brunnsparken, cerca de la Centralstation.

Desde allí, pasar al otro lado del río Göta por el puente Göta Älvbron para finalmente llegar a Tuve, mi barrio.

Por suerte, con cerca de medio millón de habitantes, Gotemburgo no es una ciudad grande.

La primavera sueca ha tomado por asalto este miércoles 20 de mayo de 1981 para presentarse con todo su encanto nórdico. El invierno ha sido insoportablemente largo y ahora hay flores de todos los colores por toda la ciudad. Los gotemburgueses estamos alegres y lo demostramos saludándonos sonrientes con cualquier pretexto. En estos días, la desesperación por el sol hace que muchos trabajadores almuercen o descansen al mediodía en los parques quitándose todo menos la ropa interior.

En mi caso, sin embargo, no estoy placenteramente relajado por la primavera. Estoy reflexivo, melancólico y preocupado por el futuro. En fin, estoy en crisis.

Salgo del estacionamiento de la Universidad y espero la luz verde del semáforo. Pongo la primera y arranco en dirección al centro.

Es increíble como se me han escapado los años en Gotemburgo. Ya ha pasado un quiqueño desde aquel jueves trágico en que aparecen, en Buenos Aires, los cuerpos sin vida de Zelmar Michelini, Héctor Gutiérrez Ruiz, Rosario Barredo y William Whitelaw. Zelmar y Héctor eran destacados parlamentarios del Frente Amplio y el Partido Nacional, respectivamente. Ambos políticos se habían opuesto valientemente a la dictadura uruguaya. Rosario y Whllian habían sido militantes del MLN hasta 1974, en que se desvincularon de la organización guerrillera. Whitelaw, en particular, fue miembro de la Dirección del MLN en el exterior en Chile y Argentina.

Ese día fue demoledor. Hasta ese momento yo dormía con el pasaporte listo para volver al Uruguay, a la lucha, en cualquier momento. Tenía que estar listo. Era una actitud irracional que no se correspondía mucho con la realidad. Pero ese día de tanto dolor, comprendí que estaba en el exilio y que iba a durar mucho, tal vez para siempre.

Con esa amargura y, por primera vez desde finales de 1973, comencé a mirar a Suecia con otros ojos. Suecia era mi país, Gotemburgo era mi ciudad, yo era ciudadano sueco y no lo había podido aceptar hasta ese día de 1976. Si ese era el objetivo de la dictadura uruguaya cuando los asesinó, conmigo funcionó totalmente. Quedé aniquilado.

Estoy en el centro de Gotemburgo, para ser más exacto cruzando el canal junto a Brunnsparken. Este es uno de los lugares más bellos de la ciudad. Gotemburgo fue diseñada en base a canales de agua, inspirándose en Amsterdam, la Venecia de la Europa del norte.

Acelero un poco para pasar por delante de un tranvía y ahora tengo, a mi derecha, una hermosa vista del canal. Desde aquí veo al costado de la entrada de la Galería Central, la juguetería donde compro los regalos para Angela y Manuela. Hace pocos días fue el cumple de Angela y le regalé un avión con piloto y pasajeros. Creo que me gustó más a mí que a ella.

Hace casi seis meses, el 30 de noviembre de 1980, se produjo el plebiscito que pretendía institucionalizar la dictadura militar en Uruguay. El No de la ciudadanía fue contundente y la dictadura quedó confundida y sin estrategia. El conteo inverso hacia la reconquista de la democracia había comenzado.

Ese domingo de noviembre, todos los exiliados nos dimos cuenta que en no mucho tiempo tendríamos que decidir que hacer: quedarnos o volver. Lo que al principio del exilio era tan obvio, ya no lo era.

Lo estoy mirando y no puedo imaginármelo. A pesar de que el porvenir me tiene muy nervioso porque presiento que un ciclo de mi vida se está cerrando y otro abriendo. A pesar de que trato de soñar con lo que será vivir en Uruguay, A pesar de que me pregunto si volveré a Gotemburgo para reencontrarme con mi querida ciudad.

A pesar de todo, no puedo imaginar que dentro de 24 años voy a estar aquí con una cámara digital sacando una foto con mucha nieve y frío a mi futura esposa, Mercedes, y a mis futuros hijos, Juanma y Marcos, con el bello fondo del canal y Brunnsparken decorados para la Navidad.

Ingreso al puente a buena marcha con el cambio en cuarta. El puente Götaälvbron -de casi un kilómetro- posee una parte levadiza para permitir el paso de barcos grandes por el río. La parte inicial del puente tiene una subida aguda y debo poner la tercera para poder mantener la velocidad.

Veo un barco grande -río arriba- que avanza hacia nosotros y temo que eso signifique la interrupción del tráfico para habilitar su paso. Pongo la segunda y acelero al máximo para pasar cuanto antes la zona crítica del puente.

Lo logré. Ahora voy a máxima velocidad por la segunda mitad, tranquilo de que el barco no me podrá detener.

Ya estoy en mi isla. La isla de Hisingen es una importante zona industrial donde, entre otras, se encuentra la planta central de Volvo. Hay mucho bosque, algunas playitas con agua fría, restos arqueológicos de los vikingos, centros comerciales de buen porte, barrios de gente trabajadora y barrios residenciales muy elegantes. Además, descubrí cerca de mi casa una iglesia del 1200 DC.

Estoy detenido frente al semáforo en Hjälmar Brantingsplatsen esperando para doblar a la derecha. Voy a tomar un atajo para llegar más rápido a Tuve, mi barrio.

Este cruce tiene varios tipos de semáforo y cada medio de transporte debe usar el suyo. Los de los tranvías son de luz blanca. Los automóviles, camiones y buses tienen los mismos que se usan en todo el mundo. Las bicicletas tienen semáforos pequeños colocados en sus pistas a un metro de altura. Por último, los no videntes tienen semáforos sonoros.

Estamos de nuevo en marcha pasando junto al BRA, uno de los supermercados mas grandes de la ciudad. Yo no tengo la menor sospecha de que dentro de 24 años descubriré que ya no existe más, y que, cerca de allí, habrá un Mac Donald's donde me daré el gusto de festejar los 6 años de Marcos con su madre, Angela, Manuela, Juanma y nada menos que Nahuel, su sobrino, mi nieto, el hijo de Manuela de cinco meses.

Estoy llegando a la guardería a buscar a las nenas. Ya se que voy a tener que luchar con Manuela, sobre todo para convencerla de dejar el jardín y sus juegos. De mañana no quiere quedarse y de tarde no quiere irse. Pero hoy tengo un arma secreta.

Cuando ingreso a la guarde y luego de ser informado sobre como se portaron, veo que Manuela me mira con sus ojos grandes y cara de ''esperá que estoy jugando''.

Me acerco a ella y le digo como en secreto que estoy con la bici. Se sonríe y deja de jugar.

Acomodo a Manuela en el asiento trasero para niños de la bici. Angela se para sobre el cuadro de la bicicleta y la ropa, mochila y libros van en el canasto delantero sostenido por el manillar.

Hacemos un corto viaje hasta el centro comercial de Tuve para comprar comida para la cena. Como ha ocurrido desde que salí de la Universidad, iremos siempre por caminos de bicicleta y en caso de cruzar calles o autopistas de automóviles estaremos protegidos por nuestros pequeños semáforos. Mi limitada visión no es un problema para andar en bicicleta gracias a este sistema vial.

Como el clima está muy agradable, las nenas se quedan jugando con la Hormiga a la entrada del centro comercial de Tuve. La Hormiga (Myran) es una escultura que representa una hormiga de bronce gigante de cerca de un metro y medio de largo. Los niños de Tuve están acostumbrados a jugar con ella montándola como si fuera un pequeño caballo.

24 años después pasamos por aquí con Alfredo y Cloudette. Mercedes quería sacarle fotos a Marcos y Juanma jugando con la Hormiga. Los chicos estaban ilusionados con nuestras historias sobre una hormiga gigante.

Pero ya no estaba.

En el supermercado compré leche, fiskpinnar (palitos de merluza), jugo de naranja congelado de Brasil, bananas Chiquita y puré de papas para preparar.

Ahora sí estamos haciendo el último tramo del viaje para llegar a casa.

Al estacionar la vieja bicicleta alemana con cuadro de mujer frente a la puerta de nuestro edificio, me quedo pensativo mirándola.

La bici costó 198 coronas en 1976 y, salvo en los inviernos, ella ha sido mi principal medio de transporte.

Originalmente no tenía cambios pero un amigo, el Cabeza, me regaló una caja de cuatro cambios Torpedo.

La pobre bici está vieja y oxidada. Me acompañó durante buena parte del exilio.

No sé donde estaré dentro de 24 años pero me doy cuenta que voy a echar de menos a esta bicicleta navegando por los caminos de mi isla.

19. El Sexteto

Las luces del gran salón se apagaron. Se sintió el murmullo del público que lo colmaba.

Poco antes había concluido su primer presentación una orquesta típica, es decir, una orquesta principalmente dedicada a interpretar tangos. Para ser más exacto, se trataba de un quinteto compuesto por un bandoneón, dos violines, contrabajo y piano.

Durante su actuación, cuatro parejas se habían apropiado de la amplia pista para desplegar todo su arte en la danza del tango. El resto del público se había quedado cómodamente sentado en torno a las mesas que rodeaban la sala esperando lo que la oscuridad estaba anunciando.

La luz negra se encendió sobre el escenario y el Sexteto Electrónico Moderno inició su actuación con Largo, del concierto para piano de Juan Sebastián Bach.

Lentamente, la gente fue inundando la pista de baile para poder obtener un buen lugar desde donde observar de cerca al Sexteto.

Escuchaban con atención y asombro el tema de Bach. En Montevideo, en agosto de 1968, en un gran baile, no era habitual interpretar un tema de la llamada música clásica.

Pero los oyentes, en su mayoría jóvenes, estaban cautivados por el barroco alemán y esa curiosa orquesta con instrumentos electrónicos y una maraña de luces, cables y aparatos, rodeándola.

Al concluir el tema de Juan Sebastián, se produjo un cerrado aplauso, los spots de luz se encendieron apuntando a cada miembro de la orquesta y una melodía con mucho ritmo le indicó a todas las parejas que había llegado el momento de bailar. La pista de baile hervía. Las mesas y las sillas se quedaron sin gente.

Julio -compañero de Secundaria- y yo éramos los sonidistas del Sexteto. Desde una mesa de audio controlábamos el nivel y el eco del órgano, el piano, la guitarra y el bajo. Además, se utilizaban micrófonos para capturar el sonido del saxo y la percusión.

Ese día, no sé bien porqué, pero no estaba muy atento al Sexteto. Por otra parte, las cosas se estaban desarrollando normalmente, de acuerdo a la rutina.

Mi atención estaba enfocada en la orquesta típica. Me impresionaba constatar que la enorme mayoría de los presentes la había tratado con indiferencia, por no decir con desprecio.

La cuestión era que a mí me había parecido muy buena. Eran buenos y experimentados músicos.

Ocurría algo que no me gustaba, que me inquietaba. La típica y el Sexteto parecían representar dos mundos diferentes, en apariencia contrapuestos, tal vez enfrentados.

El escenario donde actuaban las orquestas era una plataforma de un metro de altura con respecto al piso de la sala. En el lado izquierdo, había un castigado piano alemán. Del lado derecho, una pequeña escalera de acceso al escenario. No poseía iluminación especial, lo que le daba un aspecto agrisado por la penumbra.

La típica simplemente había acomodado el piano en un lugar más visible y, con algunas sillas del salón, instaló a sus músicos. Los intérpretes eran hombres cuarentones, vestidos con trajes comunes, de calle.

La orquesta típica era el símbolo de la música del Río de la Plata, creada a principios del siglo XX bajo el influjo de las corrientes migratorias europeas. Era la música popular y bailable del Uruguay y la Argentina.

Los músicos de la orquesta se habían sentado en sus respectivas sillas, acomodado sus instrumentos y comenzado a tocar con caras serias, probablemente resignados, sabiendo que casi nadie les iba a prestar atención.

La imagen de la típica era tristísima. Los rostros cadavéricos de los interpretes, producido por la mala iluminación, eran una verdadera invitación al aburrimiento. Lo que me llamaba tanto la atención era que el mensaje visual no coincidía con el musical. La orquesta sonaba realmente muy bien. Era un placer escucharla.

El Sexteto parecía ser el opuesto perfecto de la típica. Se integraba con seis jóvenes y solventes músicos excelentemente dirigidos por su tecladista.

Con fuertes influencias del Jazz moderno y la Bossa Nova, solía interpretar, sin perder su personalidad, desde los últimos éxitos de la música popular internacional hasta temas de los Beatles u otros grandes del Rock.

Aunque no tenía el aspecto y el estilo de una banda de Rock, era un producto evidente de mi generación.

Para empezar, el Sexteto no era una orquesta, era un espectáculo de luz y sonido. El nombre completo del Sexteto sugería innovación tecnológica y ese era precisamente uno de los aspectos que lo destacaban.

Para aquella época, tener una iluminación de buen nivel, sofisticada, era algo original en el Uruguay. A su vez, la presencia de un órgano Hammond (luego sería un Magnavox), piano, guitarra y bajo electrónicos, confirmaban su carácter de electrónico.

Hay que recordar, además, que todos los instrumentos, incluyendo el saxo y la batería, pasaban por la mesa de audio para ser amplificados y emitirse por las columnas de parlantes. Esto le permitía ofrecer un espectáculo muy atractivo con un desempeño similar, independiente de la sala donde actuaba.

Para el imaginario de la época, todo ese despliegue de arte y tecnología del Sexteto era asociado con lo extranjero, más concretamente con Europa y Norteamérica, con París, Nueva York o Londres.

En una década de fuerte proteccionismo aduanero, en que los productos extranjeros eran casi inalcanzables para los uruguayos, esta banda, con su aspecto internacional, resultaba sumamente cautivadora.

Pero este espectáculo, creado y organizado por un grupo de jóvenes que -con suerte- apenas pasaban los veinte años, era menos extranjero de lo que parecía.

Varios de los temas que interpretaba el Sexteto eran del propio grupo. Los equipos de iluminación habían sido construidos por el encargado de iluminación de la orquesta. Nosotros, los sonidistas, habíamos construido la mesa de audio y demás equipos de sonido.

En síntesis, una parte de su música y buena parte de la tecnología del Sexteto eran, en realidad, uruguayas.

Sin embargo, en el mundo del espectáculo las cosas no son lo que son sino lo que parecen y la gente percibía la triste y aburrida imagen de la típica como lo nuestro, lo nacional, y el luminoso e innovador espectáculo del Sexteto como lo extranjero, lo foráneo.

Esta aparente contradicción era lo que me preocupaba. Yo era estudiante de ingeniería en la Universidad de la República y desde allí vivía el intenso proceso político de la juventud en esos años.

La terrible guerra del ejército norteamericano contra el pueblo de Vietnam estaba provocando un fuerte sentimiento anti-norteamericano en todo el mundo. Las manifestaciones anti-bélicas de los jóvenes en los propios Estados Unidos estaban a la orden del día.

En el caso uruguayo, ese sentimiento se incrementaba al constatar que sus dos grandes vecinos, Brasil y Argentina tenían dictaduras militares que gozaban de toda clase de apoyos por parte del gobierno norteamericano.

Agreguemos algo muy importante para los estudiantes latinoamericanos de la época: Ernesto Che Guevara había caído en Bolivia en 1967. Para completar nuestro estado de ánimo, el presidente constitucional uruguayo Oscar Gestido había fallecido en diciembre de 1967. Lo sucedió el vicepresidente Jorge Pacheco, un gobernante de tono autoritario y represivo, en una situación de creciente conflictividad social.

La juventud universitaria uruguaya se estaba radicalizando velozmente y fenómenos como el mayo francés del 68 la habían acelerado aún más. El miércoles de la semana anterior a este baile, fue muerto el primer estudiante uruguayo, durante una manifestación, por una bala de la Policía.

Esa noche, mientras observaba a la típica, me fui dando cuenta que el Sexteto, gradualmente, quedaría atrapado en esa polarización. De orquesta vanguardista e innovadora de la música popular, se iría asociando, cada vez más, a la cultura del imperialismo norteamericano, cosa que no iba a ser positiva para la orquesta. Y esto habría de ocurrir, no por los cambios del Sexteto, sino por los cambios que se estaban produciendo en la sociedad uruguaya.

Esa noche tomé conciencia que, en poco tiempo, no iba a quedar, en Montevideo, espacio para el Sexteto.

Trabajar con esta orquesta había sido un hermoso desafío. Pero estaba llegando la hora de cerrar ese ciclo. Tenía que pensar como, de que manera, iba a usar la capacidad tecnológica que había adquirido en esos años de mucha música.

No pensaba quedarme como un espectador de las batallas que evidentemente iban a venir. Y mi enemigo no eran las orquestas típicas. No tenía nada contra ellas. Al contrario.

Para 1969, ya me había retirado del Sexteto. Me fui con un hermoso recuerdo del grupo y del placer que era hacer de sonidista -junto con Julio- en cada actuación. A comienzos de los 70, el Sexteto suspendió sus actuaciones en Uruguay. Algunos de sus miembros decidieron probar mejor suerte en Méjico.

Durante mi exilio en Gotemburgo, tuve dos oportunidades de volver a ser sonidista de una orquesta.

La primera fue en 1976, en la primera actuación de La Manija, la primera murga del exilio uruguayo. La Manija se inspiraba en las murgas del Carnaval uruguayo y fue una importante expresión cultural del exilio gotemburgués. No copiaba a sus semejantes uruguayas. Sus letras hablaban de la vida de los exiliados en Suecia. Su integración por hombres y mujeres era una verdadera novedad ya que, hasta ese momento, la murga era considerada una actividad exclusivamente masculina.

En verdad, no trabajamos de sonidistas en esa presentación de la murga. Junto con Alfredo, nos instalamos en un rincón del escenario para grabarla en un audio-cassette que aún conservo.

En 1979, el grupo chileno Viracocha presentó su concierto en el Koncerthus, el principal anfiteatro de la ciudad. Los Viracocha me invitaron para ser su sonidista y, por supuesto, acepté muy feliz. El grupo, al estilo Quilapayún, se basaba en voces e instrumentos típicos de la música andina. Esto requería muchos micrófonos.

Cuando llegué al teatro quedé abrumado por toda la tecnología que me esperaba. En tan sólo una década las cosas habían cambiado mucho. Ahora disponía de 500 veces más potencia sonora que la que teníamos en el Sexteto. No sabía que hacer con todo ese poder.

La mesa de audio parecía un estudio de grabación completo. Me sentí como un veterano sobrepasado por la modernidad.

Pero me divertí mucho, recordé viejos tiempos y creo que los Viracocha sonaron bien.

Cuando retorné del exilio en 1985, fui a vivir a la casa de mis padres en Punta Gorda. Para mi alegría y sorpresa, encontré -intacto- el viejo grabador Grundig y varias cintas magnetofónicas que las Fuerzas Conjuntas no habían requisado en los allanamientos. Una de ellas contenía varias grabaciones que acostumbrábamos a hacer en las actuaciones del Sexteto. En particular, me encontré con el primer baile en el Parque Hotel, actual sede del Mercosur, el órgano de integración regional.

En octubre de 2004, los veteranos músicos del Sexteto se reencontraron para dar dos conciertos en la Sala Zitarrosa, en el centro de Montevideo.

Como era la costumbre en el año 68, supuse que estarían ensayando en la casa de los padres de Armando, su director musical. Busqué el número telefónico, llamé y Armando me confirmó que estaban allí. Era como si 35 años no hubieran pasado.

Me fui a saludarlos y entregarles un audio-cassette con las viejas grabaciones de los 60.

Todos sabemos que los recuerdos de esa edad quedan para siempre. De todos modos, me sorprendió ver como al escuchar las viejas grabaciones recordaban inmediatamente en que lugar había sido hecha cada una de ellas.

20. El InCo

El último sábado de noviembre de 2007 fue un día de primavera espectacular.

Ideal para un buen asado en el parrillero de Tato.

Tato y Nora viven en una casa con más de cien años de construida y, como es de suponer, con algunas reformas para adaptarla a los requerimientos del siglo XXI. La vivienda, situada en un barrio cuyo nombre es Cordón, está a pocas cuadras de nuestra residencia.

Pertenecer al Cordón significa que el terreno de esta vivienda estuvo, a mediados del siglo XIX, afuera de la ciudad fortificada de San Felipe y Santiago de Montevideo.

El nombre de Cordón proviene de una serie de mojones que formaban un cordón imaginario que demarcaba el máximo alcance de los cañones de la ciudad fortificada. A partir de ese cordón se podía estar tranquilo, sin correr el riesgo de que la metralla de San Felipe lloviera sobre las casas de los habitantes de extramuros.

Tato preparaba el fuego que luego permitiría producir las brasas necesarias para una parrillada abundante. Se podían apreciar quesos del tipo del Provolone italiano, embutidos de carne de cerdo, vacuna y sangre vacuna conocidos bajo la denominación de chorizos parrilleros y morcillas. Complementando esta entrada, había, además, carne vacuna, de cerdo y pollo cortada y lista para ser asada.

Los niños jugaban a la pelota o se hamacaban cerca del parrillero.

Cris, Noel y Mercedes rodeaban a Nora en la mesada del parrillero para preparar ensaladas, en un esfuerzo desesperado para contener o, al menos, equilibrar la explosión de proteínas y grasas que Tato amenazaba con concretar exitosamente.

Por nuestra parte, Gustún, Alejandro y yo rodeábamos al asador mientras tomábamos sangría, la tradicional bebida española hecha con vino tinto y frutas, principalmente naranja.

Como era la costumbre, hablábamos de política y temas universitarios.

Y como era la costumbre, comenzábamos por el Uruguay y terminábamos en Suecia o Francia. Podíamos criticar con la misma facilidad al gobierno uruguayo, sueco o al francés. Habíamos vivido en los tres países, los conocíamos y nos sentíamos parte de ellos. Y cuando uno se siente ciudadano de un país, lo primero que hace es criticar al gobierno.

Todo parecía tan natural. Yo hablaba de mis recuerdos del exilio en Europa y ellos hablaban de los suyos en los mismos lugares, en las mismas calles, incluso, a veces, con las mismas personas.

Pero ellos no estuvieron en el exilio. Ellas y ellos no eran de mi generación.

Cuando comencé el exilio en la década del 70, ellos y ellas eran niños o adolescentes. En su mayoría, vivieron en Europa dos décadas después.

Dos décadas. Habían pasado más de dos décadas de mi retorno al Uruguay. Aquellos tiempos de recién llegado comenzaron a emerger con toda su fuerza.

No podía evitar distraerme del aquel soleado presente. Los recuerdos de mi llegada me invadieron completamente.

Al fin estoy aquí. He esperado tanto para esto.

Lo he soñado despierto decenas de veces. Lo he planificado hasta el mínimo detalle. Quiero saborear cada segundo de mi soledad en el bullicio de mi ciudad.

El semáforo de Ejido está verde. Estoy cruzando la avenida 18 de Julio -la principal avenida céntrica de Montevideo- de sur a norte.

Mi corazón late al máximo. Soy un uruguayo más, uno cualquiera, uno del montón. Uno más entre mis semejantes. Estoy en mi casa. Los suecos suelen decir ''borta bra men hemma bäst'' (afuera bien pero en casa mejor). Y es así. Cuanta emoción, cuantos años de espera para este momento.

Camino unos pocos pasos por la avenida y me acerco al quiosco de cigarrillos. Me atiende una amable señorita y le digo la frase planificada y soñada desde hace mucho tiempo:

-Nevada con filtro, por favor.

Nevada es una marca uruguaya de cigarrillos rubios. Originalmente eran sin filtro al estilo de los Camel o Chesterfield norteamericanos. Luego, en algún momento de los 60, se agregó la versión con filtro. Antes del exilio, yo fumaba Nevada con filtro. Y más de una vez, los compré en este quiosco.

Ella, más amable aún, me responde:

-¿Sos exiliado, no? ¿ Cuando volviste ?

- ¿ Cómo te diste cuenta ?

Le digo con voz temblorosa, completamente desconcertado.

-Es que ya no se vende Nevada sin filtro. Sólo ustedes piden Nevada con filtro. La gente de acá pide Nevada a secas.

Había retornado al Uruguay después de 13 años de exilio. Estaba descubriendo un serio e inesperado problema: yo era un uruguayo en Suecia y un sueco en Uruguay.

Los últimos años del exilio habían sido bastante movidos. La preparación para la vuelta al Uruguay. El fin de la pareja con Sylvia y la readaptación de la relación cuando se tienen hijos. La carrera contra reloj para defender mi tesis -a más tardar- en noviembre de 1984.

Cuando finalmente el 15 de diciembre de 1984 partí de Suecia con rumbo a Buenos Aires, pensé que los problemas del exilio quedarían en el exilio.

En ese entonces, Titina -mi hermana- trabajaba y residía en la capital argentina. Me instalaría en la casa de Titina para monitorear de cerca la situación uruguaya y retornar en cuanto mi padre me confirmara que mi carácter de requerido por las dictadura dejara de tener vigencia.

Al llegar a Buenos Aires fui recibido por mi familia. Mis padres, una tía y Mamocha habían cruzado el Río de la Plata para darme la bienvenida. También estaba allí el Chacal que para mi envidia ya se estaba preparando para viajar al Uruguay. Ya no estaba requerido por la dictadura y todo indicaba que podía volver a su patria sin riesgos.

En realidad y a pesar de la ansiedad, yo no tuve que esperar mucho. A principios de febrero, mi padre recibió información suficiente como para definir la fecha de mi llegada a Montevideo.

El viernes 15 de febrero de 1985 se dio el primer paso formal de la restauración de la democracia uruguaya con la primera sesión del Parlamento.

Ese día, aterrizamos junto con mi hermana y una buena cantidad de nervios en el Aeropuerto Nacional de Carrasco, a pocos kilómetros de Montevideo. Presenté mi pasaporte sueco que fue debidamente sellado. Revisaron mi valija, revolvieron los recuerdos del exilio que ella contenía y ya estaba en Uruguay con mucho calor y listo para darme un gran baño de familia, amigos y vecinos, en la casa de mis padres, en Punta Gorda.

La casa de Punta Gorda estaba perfectamente mantenida y con pocos cambios desde que la dejé en 1972. Salvo algún color de alguna pared y algún mueble, todo estaba intacto. Era muy extraño comprobar que todas las cosas se encontraban en donde yo recordaba como si el tiempo no hubiera pasado. Eso sí, Papocho ya no estaba.

En la medida que la borrachera del retorno pasaba, comencé a comprender que mi readaptación a la sociedad uruguaya no sería algo tan simple cómo suponía desde Suecia.

Me asustaba y molestaba el ruido y el tráfico desordenado y agresivo de la ciudad. Nadie usaba cinturón de seguridad. El transporte público era anticuado, sucio y no parecía tener horarios. Me resultaba difícil distinguir el número de línea que, por lo general, era pequeño y mal iluminado.

Ya no podía andar en bicicleta con la libertad y seguridad que tenía en Gotemburgo.

Tampoco me resultaba sencillo, por mi vista, caminar por las veredas montevideanas que, en el mejor de los casos, estaban llenas de pozos, de excrementos de perro, papeles y colillas de cigarrillo.

Me costaba aceptar la impuntualidad para casi todas las actividades. Me impresionaba ver a la gente fumando en todos lados, incluso en las tiendas y supermercados.

Me asombraba que los visitantes no pedían permiso para fumar en una vivienda ajena. Peor aún, los visitantes no concertaban la visita previamente. Iban a tu casa cuando ellos así lo decidían. Eso, en Suecia, está bordeando la agresión.

Pero lo más grave era la forma de pensar, las ideas, especialmente en el terreno de la política. Y el mayor problema era que yo no manejaba bien los códigos montevideanos.

De Gotemburgo a Montevideo, la misma frase podía tener significados completamente distintos. Con frecuencia, me daba cuenta luego de decir una suecada y ver las caras desencajadas de los montevideanos.

En la Suecia del 85, afirmar que la Unión Soviética era algo decadente y decrépito, era poco interesante ya que señalaba un dato de la realidad que todo el mundo conocía.

Igualmente, opinar positivamente del Sindicato Solidaridad polaco, cuestionar el leninismo como referente de la izquierda o criticar esquemas marxistas, eran actitudes normales y naturales de los suecos, incluyendo la mayor parte de la izquierda.

Esto no era un debate muy teórico. Sucedía que los escandinavos estaban muy cerca de la Unión Soviética y, en aquellos años, todos conocíamos refugiados rusos o polacos. Algunos de ellos eran compañeros míos en la Universidad. Los suecos vivíamos la realidad de la Unión Soviética y Polonia a través de sus perseguidos, del mismo modo que lo habían hecho con Chile y Uruguay una década antes.

En Uruguay, las cosas se veían muy distinto. La Unión Soviética había sido identificada como una fuerza aliada en la lucha antidictatorial. Y la crítica al marxismo-leninismo había sido, hasta el cansancio, uno de los ejes del discurso repetitivo de la dictadura.

De manera que, en Uruguay, mis inocentes opiniones escandinavas me hacían aparecer como coincidente con el discurso de la dictadura.

Como si esto no fuera suficiente, estaba acostumbrado a hablar con mucho respeto del Partido Colorado y el Partido Nacional. Por encima de mis afinidades personales, mi respeto surgía de las muchas horas de exilio dedicadas al estudio de estas veteranas organizaciones políticas y la revaloración de sus dirigentes a partir de compartir el exilio con uno de sus principales líderes: Wilson Ferreira Aldunate.

Para colmos, si se le agrega que me había desvinculado del MLN, la imagen que ofrecía para los códigos de la izquierda montevideana de la época, era muy cercana a la de un traidor o cosa por el estilo. En esas condiciones, el diálogo en temas políticos no me resultaba muy fácil.

Después de varios choques contra varias paredes, fui aprendiendo a manejar los significados locales de mis frases y saber como decir las cosas o simplemente callarme para no producir confusiones innecesarias y quedar completamente marginado.

En definitiva, mi misión en Uruguay no era, en modo alguno, dedicarme a la política. No me consideraba particularmente apto para esa actividad, ni sentía una vocación mesiánica para transmitir alguna verdad divina a los uruguayos.

Quería, simplemente, participar y ejercer mis deberes y derechos como cualquier otro ciudadano. Quería ser útil al país.

Desde finales de los 70, había resuelto que si lograba retornar al Uruguay me dedicaría a la actividad académica.

Por tanto, ahora mi verdadera meta era encontrar un lugar apropiado para desarrollar mi trabajo.

Lo primero que hice fue ir a saludar al ingeniero Juan Grompone, un verdadero símbolo de la cultura uruguaya y profesor mío de física en la Facultad de Ingeniería. Juan me dio ánimo para intentar obtener un cargo docente en el InCo.

Una agradable tarde de un jueves de marzo de 1985 llegué al InCo.

El InCo es el Instituto de Computación de la Facultad de Ingeniería de la Universidad de la República. Ocupa, desde 1967, el quinto piso de esa facultad. Frente al mar, rodeado por la cancha de golf, la playa Ramírez y el Parque Rodó, el InCo ofrece, desde sus ventanales, una de las mejores vistas panorámicas de la ciudad.

Cuando era estudiante de la Facultad en los 60, acostumbraba a ir de visita al InCo a ver a mi amigo Gastón, un genio en la disciplina, pero, sobre todo, ver y tocar la flamante IBM 360 recién instalada. En ese entonces, el InCo era la joya de la Universidad. Había pocas instituciones con máquinas de ese porte en América Latina.

Mientras subía en el ascensor hasta el InCo, me preguntaba con que me encontraría.

El InCo posee un largo, largo corredor con muchas puertas que corresponden a las diferentes salas y oficinas del mismo.

Me costaba reconocerlo, realmente parecía que una terrible dictadura militar había pasado por allí, dejando un rastro de destrucción y desorden. En la mitad del corredor, una puerta de rejas carcelera, ahora abierta, indicaba los métodos que se usaban para controlar el movimiento de los estudiantes.

No veía docentes. Sólo estudiantes. Abundaba el pelo largo y la barba, los jeans, las minifaldas y el calzado deportivo o playero. Había cajas y papeles tirados por todos lados.

En una sala encontré a Tato. Era un joven docente. Mientras juega con su índice enroscando uno de sus muchos rulos, me cuenta que la gran mayoría de los docentes se han ido. Me muestra la biblioteca del instituto con unos 60 libros en estado lamentable. Me informa que para 1985 van a ingresar a la carrera de computación más de 1000 estudiantes. Me relata calmadamente que el InCo está siendo sostenido por unos pocos docentes cómo él, de veintipocos años. Y con más tranquilidad aún, me dice que el resto del equipo docente son estudiantes de segundo o tercer año de la carrera de Computación que cumplen las más diversas tareas del Instituto.

Lentamente, de a poco, voy comprendiendo que allí está ocurriendo algo insólito y casi mágico.

El movimiento estudiantil estaba usando las formas y estructuras de la militancia gremial originadas durante la lucha contra la dictadura para impulsar y desarrollar la actividad académica.

Esto ocurría en un momento de un completo caos y anarquía institucional del InCo.

La universidad pública uruguaya ha funcionado, desde 1958 (descontando el período de la dictadura), a partir de órganos co-gobernados por docentes, estudiantes y egresados que resultan muy aptos para la búsqueda de acuerdos o consensos inter-orden. Pero completamente inoperantes para la conducción de la actividad académica propiamente dicha. Los jóvenes del InCo estaban haciendo exactamente lo contrario: usaban estructuras originalmente gremiales para crear órganos efectivamente académicos.

Me enamoré del InCo. De ese InCo. Fue amor a primera vista. Me había encontrado con la llamada generación del 83, la generación de la dictadura, que también llamaré generación silenciosa, por comparación con la mía.

Eran los jóvenes que habían sentido, de chicos, el enorme ruido provocado por nuestra generación, en todo el mundo, en todos los ámbitos de la sociedad. Luego, les tocó crecer en el tenso silencio de la dictadura.

Aquel ambiente juvenil, lleno de entusiasmo y utopías, me recordaba nuestra juventud de los años 60, sólo que la insurrección estudiantil del InCo no iba a ser reprimida por policía alguna.

No sólo me enamoré del InCo. Me enamoré de esta generación. Ellos tenían todo el Uruguay que nosotros habíamos perdido. Nosotros teníamos algo del mundo prohibido que la dictadura les había escondido. Nos conocíamos sin conocernos. Era un encuentro apasionante. Era el verdadero desafío que estaba buscando. Ahora tenía una razón para quedarme.

Mi generación sola ya no podía hacer mucho en Uruguay. Pero podíamos ayudar a la generación de la dictadura a salir adelante.

Me integré a la gran aventura del InCo sin dudarlo. En 1986, fui designado director del mismo. Ejercí esa responsabilidad hasta 1993. Luego de 8 años estaba agotado pero satisfecho y feliz.

No fui el único exiliado sueco en esta historia. Sylvia, la madre de mis hijas, Marita, Roberto y Omar se fueron incorporando sucesivamente. Dos de Gotemburgo y tres de Estocolmo. No éramos muchos, pero para los insurrectos del InCo fuimos suficientes.

A partir de ese momento, los silenciosos recorrerán los mismos lugares que los retornados, pero substituyendo el sabor amargo del exilio por los viajes a realizar estudios de posgrado o presentar trabajos en congresos. La Suecia del exilio se transformó en la Suecia del intercambio académico.

Mientras escribo este capítulo siento a Gustún criticando la tesis de maestría de uno de los miembros de su equipo. Lo conocí en 1985 en las trincheras revolucionarias del InCo culminando sus estudios de grado. En los 90, se doctoró en Gotemburgo. Ahora compartimos una de las salas del Instituto, cosa que, no puedo negar, me alegra mucho.

Hacia finales del siglo XX, buena parte de los sueños y utopías académicas de esta generación se habían transformado en una realidad palpable. El largo corredor del InCo pasó a ser el corazón del sistema académico público y privado del Uruguay en informática. A su vez, este complejo académico ha sido uno de los secretos del rápido desarrollo de la industria de software uruguaya que, con 20 años de existencia, ha llegado a exportar por un monto equivalente al de los lácteos y los vinos, juntos.

En la mayoría de las disciplinas científicas, la generación de la dictadura ha sido la primera en desarrollar la actividad científica de forma profesional. Hasta esta generación, la ciencia uruguaya tenía mucho de pasión, vocación y actividad de tiempo libre. Pero los silenciosos dieron, a pesar de muchas y enormes dificultades, el primer paso firme y sistemático hacia la profesionalización, tanto en la formación cómo en el trabajo científico propiamente dicho.

Esto significa un cambio histórico de enorme importancia para el Uruguay pudiéndose constatar fácilmente cuando se escucha, en las calles montevideanas, que una vecina le dice a otra con indisimulado orgullo:

-la nena se va a un laboratorio de Amsterdam por un mes. Es por el doctorado, sabés?

Por primera vez en nuestra historia, el incipiente proletariado científico uruguayo está desafiando el tradicional prestigio del profesional universitario independiente que, desde su origen en el siglo XIX, no tenía un contendiente serio que lo enfrentara.

En cuanto a mí, el encuentro con la generación silenciosa le dio sentido al retorno y a mi vida.

A tal extremo fue esto, que terminé casándome en 1996 con Mercedes, un miembro indudable de esta generación.

21. Coca-Cola

Recuerdo muy bien que, a mediados de los años 50 del siglo pasado, unas chicas correctamente uniformadas recorrían Malvín, el barrio de mi infancia, regalando -puerta por puerta- una caja de cartón con dos botellas familiares de Coca-Cola.

Los niños del barrio estábamos impresionados por la bondad y generosidad de esta empresa. Teníamos la ilusión de tomarnos nosotros solos toda la Coca de esas botellas enormes (de 3/4 litro), pero los adultos nos quitaban buena parte del delicioso líquido.

A finales de los 50, la Coca había conquistado a los uruguayos y yo tuve que hacer, en la escuela, una redacción sobre mi visita a la embotelladora del popular refresco.

En los 60, la Coca era una bebida común y habitual de los montevideanos. Incluso la tradicional mezcla de vino Tannat -conocido en Uruguay como Harriague- con gaseosa, preferida sobre todo por las damas, estaba desapareciendo frente al avance irresistible de la bebida norteamericana. Consecuentemente, un nuevo tipo de gordura diferente a la del mate dulce -infusión tradicional de yerba mate con azúcar- estaba surgiendo en los principales centros urbanos del país.

La Coca había llegado para quedarse. Nosotros creíamos que era así en todo el mundo. Nos parecía lógico percibir este refresco como una suerte de avanzada de la globalización que tendríamos medio siglo después. Era difícil creer que pudieran existir pueblos capaces de vivir sin un vaso de Coca-Cola bien helada, lleno de gotitas producidas por la condensación de la humedad y soñando con un día soleado y caluroso, bajo una palmera, en una playa dorada con verdes aguas.

El exilio nos mostró un mundo muy distinto al que imaginábamos.

En Cuba no había Coca-Cola.

Después de la Revolución en 1959, la Coca-Cola, al igual que otros productos norteamericanos, dejaron de venderse en la isla. Los cubanos trataron de producir algo similar pero el resultado no fue muy estimulante. Dicen que era un jarabe intomable.

Cuando llegamos a la isla a finales de 1972, ya no había rastros de las bebidas cola.

Poco tiempo después de mi llegada, fui transladado al hospital de la ciudad de Santa Clara, la ciudad del Che, perteneciente, en aquel entonces, a la provincia de Las Villas.

Allí me harían dos operaciones para reparar la mano izquierda y el maxilar inferior.

Durante mi estadía conviví con pacientes cubanos en la peculiar situación de un hospital. En este tipo de lugares, se establecen vínculos personales intensos debido a que se dispone de tiempo, soledad y algo de angustia puesto que uno está allí por algún problema de salud.

La hora de las visitas era, como en todos los hospitales, la hora del alboroto y de la esperada comunicación con el exterior. También era la hora del contrabando. Enormes hojas de tabaco especialmente seleccionadas por la familia del enfermo pasaban discretamente de la ropa del visitante a la del internado. Tampoco faltaban los pequeñas botellas de Ron. Digamos que se trataba de una actividad semi-clandestina puesto que el personal no controlaba con mucha atención este tráfico de placeres tan deseados por los internados.

Después de la cena, podíamos ir a una sala con televisión que era principalmente usada por nosotros para charlar, fumar esos aromáticos cigarros artesanales recién hechos y acompañarlos con café y el tradicional Ron cubano. Todo el hospital se inundaba con las fragancias del tabaco, el café y el Ron miemtras la tertulia transcurría en las agradables noches de Santa Clara hasta que alguna enfermera nos avisaba que era hora de ir a la cama.

En esas reuniones conocí un cubano que cuestionó, sin pretenderlo, mis ideas revolucionarias más que nadie en Cuba.

Ruperto era un hombre de unos 45 a 50 años, casado, con dos hijas. A Ruperto le gustaba hablar de política.

El siempre aclaraba que, a diferencia de su esposa, no era miemnro del Partido Comunista.

Ruperto señalaba los grandes cambios que la Revolución había traído a Cuba. Relataba que sus hijas estaban estudiando en la Universidad, cosa que antes de la Revolución era algo difícil de imaginar.

Ruperto destacaba la gran tranquilidad que significa tener los servicios de salud completamente cubiertos por el Estado.

El mismo se ponía como ejemplo. Estaba internado en el Hospital y no tenía que preocuparse económicamente ni de él ni de su familia. Finalmente, declaraba su agradecimiento a la Revolución por todo esto.

Hasta ese momento, no notaba nada sorprendente en lo que nos contaba. Pero a partir de ahí, era justamente donde comenzaba el discurso impactante.

El tema central de Ruperto era que todo eso estaba muy bien pero él no se sentía feliz.

- ¿ Sabes lo que yo más gozaba antes de la Revolución ?

Todo el público de la tertulia del hospital lo miraba espectante. Ruperto había captado nuestra atención.

-En cuanto cobraba mi sueldo, lo primero que hacía era comprarme unos zapatos o alguna ropa de última moda. Me gustaba vestir a la moda.

Y ustedes me pueden decir que eso no es lo más urgente para la Revolución. Cierto. Pero para mi vida eso era muy importante.

Los compatriotas de Ruperto asentían denotando nítidamente su simpatía y comprensión.

Pero Ruperto no se quedó callado. Su discurso tendría un remate inesperado.

- ¿ Y Ustedes saben que cosa extraño todos los días ?

La Coca-Cola. A mi me gustaba mucho la Coca. Para mí, la pérdida de estas cosas es muy importante. Yo sé que estar a la moda o la Coca-Cola no son indispensables, pero a mí me gustan. ¿ Tú me comprendes ?

Yo estaba muy sorprendido. El revolucionario Cleanto sentía que Ruperto estaba haciendo temblar el edificio ideológico que lo sostenía.

Yo tenía un camino fácil para recuperar el equilibrio y salir de la crisis. Sólo debía pensar que, en definitiva, Ruperto no era el Hombre Nuevo, forjado por la Revolución, sino que se trataba de uno de esos inadaptados pacíficos que, con el tiempo, irían desapareciendo.

Pero yo sabía que eso no cerraba bien. Para empezar, Ruperto hablaba con total tranquilidad frente a todos los internados sin que nadie manifestara el menor rechazo. En otras palabras, Ruperto no era un fenómeno aislado, anormal.

Lo preocupante de lo que Ruperto transmitía era su dificultad en aceptar, a pesar de algunas ventajas evidentes, la pérdida de ciertos espacios de opciones, o más claramente, la pérdida de ciertas libertades que estaba acostumbrado a ejercer.

Intentar auto-convencerme de que la moda y la Coca-Cola eran decadentes productos capitalistas tampoco era una salida convincente del atolladero ideológico en que estaba.

Yo integraba una generación que, justamente, se había destacado por usar intensamente la moda de las más diversas maneras, a través del pelo, la ropa o el baile, para comunicarse, unirse y conquistar sus propios espacios y su libertad. La moda no fue inventada por el capitalismo. Los egipcios, 3500 años atrás, la usaban con la mayor naturalidad.

También sabía que la Unión Soviética controlaba y reprimía fuertemente este tipo de fenómenos culturales.

No podía dejar de percibir, a pesar de su aparente inocencia, que Ruperto era una prueba seria de que algo no andaba bien en la Dictadura del Proletariado del Caribe.

La Coca-Cola y la moda no eran las únicas ausencias que yo había constatado en Cuba. Por ejemplo, los reproductores de audio-cassette o las máquinas de escribir portátiles no eran objetos de acceso libre para los cubanos. No se podía ir a una tienda y comprar. El argumento era que podían ser usados por el enemigo para su actividad contra-revolucionaria.

No podía dejar de preguntarme si el enorme precio que el pueblo cubano estaba pagando en relación a sus derechos y libertades suprimidos, era realmente indispensable para mantener su soberanía e independencia frente a su poderoso vecino, los Estados Unidos de América.

¿ Era esto lo que yo quería para el Uruguay ?

Finalmente, recuperado de las operaciones y con mis ideas revolucionarias algo desajustadas por Ruperto y su nostalgia por la Coca-Cola, retorné a La Habana.

Allí fui hospedado en una casa en Marianao, un bello barrio residencial de la época anterior a la Revolución. Varios tupas vivíamos en la amplia y cómoda residencia.

Como la casa estaba cerca de la playa, la disfrutábamos cuando era posible, generalmente de tarde, cerca del atardecer. Las aguas caribeñas eran tranquilas, transparentes y tibias. Por esta razón, solíamos instalarnos con el agua hasta la cintura a charlar mientras el sol cubano se escondía en el horizonte con rapidez.

En una de estas ocasiones sentí con los dedos del pie que bajo la arena había algo sólido. Se trataba del envase de vidrio de un refresco. Las aguas transparentes me permitieron, a pesar de mi pobre visión, distinguir que no era una botella post-revolución. Se trataba de una verdadera pieza arqueológica: una clásica botellita de Coca-Cola.

Me la llevé para nuestra vivienda. Y comenzamos a preparar el retorno de la Coca a Cuba.

Nuestro plan era hacerle una buena broma al miembro de la Seguridad que llegaba todos los días de visita para ver como andaban las cosas.

Este personaje, siempre impecablemente vestido con una remera Lacoste distinta, cocodrilo incluido, tenía una rutina muy estable en sus visitas. Nunca se olvidaba de abrir la puerta de la heladera de la casa y controlar su contenido.

La botellita de Coca-Cola fue rellenada con café algo diluido y no recuerdo si se uso algún otro ingrediente, hasta alcanzar un color parecido al de la bebida original. Obtuvimos una tapa corona de otra bebida y con un lápiz rojo hicimos lo posible para imitar la tapita de la Coca.

Culminado el proceso de restauración, la Coca-Cola fue puesta en un lugar destacado de la heladera a la espera de nuestro visitante de la Seguridad.

Al día siguiente, cuando nuestro hombre llegó con un nuevo cocodrilo color melón, nos fuimos trasladando discretamente a la sala donde se encontraba la heladera para poder ver su cara cuando inspeccionara la nevera, como le llaman los cubanos.

En efecto, como era su costumbre, abrió la puerta y de pronto quedó duro, fijo.

Giró rápidamente y nos miró serio. Volvió a girar hacia la heladera y la miró nuevamente. Tomó la botella y nos miró sonriente diciéndonos que la tapita no era de Coca-Cola, que lo estábamos jodiendo.

Todos comenzamos a reírnos a carcajadas. Luego nos confesó que cuando vio la inconfundible botellita por primera vez, pensó que teníamos contacto con el mercado negro. Al observarla por segunda vez se percató de la broma.

En la década de los 90, algunos compañeros de exilio me contaron que nuestro agente de las remeras con cocodrilo estaba preso en una cárcel cubana.

22. e-mail

Julián y los misioneros recorrían Sudamérica, al igual que los curanderos y sanadores, haciendo milagros.

No sanaban los males del cuerpo o del alma. No, nada de eso. Ellos eran comunicadores de una especie que nunca antes habían visto, ni los colonizadores españoles, ni los indígenas de la América pre-colombina.

Julián y sus apóstoles, tenían el mágico don de conectar las más diversas comunidades entre sí, sin importar cuan lejos ellas se encuentren. No desplegaban sus poderes para hacerse hombres ricos. No, nada de eso. Por el contrario, su actividad no se desarrollaba bajo el ámbito o control de gobiernos o estados. No respondían a ningún poder. Sólo los impulsaba la pasión por interconectar a sus iguales.

Estos jóvenes evangelizadores no pertenecían a una secta, congregación, o grupo religioso conocido. No, nada de eso. Estaban unidos por haber comprendido la enorme fuerza que poseían y el deseo de ofrecerla a todos, sin restricciones o discriminaciones.

El miércoles 30 de noviembre de 1988, Julián y dos de sus compañeros llegaron a las costas de Montevideo. Varios uruguayos que conocían de sus milagros estábamos ansiosos esperándolos.

Nosotros sabíamos de las actividades de Julián Dunayevich y su gente en la Universidad de Buenos Aires gracias a Jorge Vidart, un amigo uruguayo que, por ese entonces, dirigía la ESLAI (Escuela Superior Latinoamericana de Informática ), un increíble emprendimiento académico argentino que lamentablemente duró muy poco.

Cuando los tres magos argentinos llegaron al lugar elegido, una pequeña sala en el quinto piso de la Facultad de Ingeniería, Julián puso su famosa mochila sobre la mesa y comenzó a extraer de su interior decenas de cuadrados negros, de cartón, de unos 15 cm de lado.

Los tres jóvenes comenzaron su arte manipulando con agilidad los numerosos diskettes flexibles mientras nosotros seguíamos emocionados cada paso con extrema atención.

Conocíamos esta tecnología pero no dominábamos los diversos detalles y protocolos que ella requería para integrarnos a las redes de computadoras internacionales.

Yo había vivido en 1984, en Gotemburgo, los preparativos suecos y europeos para la interconexión de redes de computadoras dentro de Europa y con EEUU. En Uruguay no se había hecho prácticamente nada y el grupo argentino había recorrido un buen trecho a pesar del poco o ningún apoyo institucional que tenía.
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Cuatro horas después, el milagro se concretaba. Un modo uruguayo enviaba su primer e-mail hacia el mundo, más exactamente hacia Canadá. El 2 de diciembre de 1988 llegaba la respuesta del sorprendido receptor. El primer nodo académico uruguayo estaba instalado y funcionando conectado a ARPANET, la red de computadoras norteamericana. ARPANET fue el antecesor de lo que en los 90 sería Internet.

Nosotros estábamos emocionados y excitados por este hecho. Pero la noticia no salió en la TV o en los periódicos uruguayos. Ni siquiera produjo algún impacto en la propia Facultad a pesar de que el hecho fue debidamente documentado y comunicado. No era fácil comprender en esa época la trascendencia de lo ocurrido.

Enviar un e-mail desde el nodo incouy no era algo sencillo. A cierta hora el nodo intentaba comunicarse con el nodo dcfcen en la Universidad de Buenos Aires. Esta comunicación se hacía por líneas telefónicas comunes y, en aquellos años, no eran muy confiables. Tanto Argentina como Uruguay aún usaban centrales telefónicas mecánicas y generalmente en pésimo estado de conservación. Con mucha frecuencia, la comunicación se cortaba y las computadoras argentina y uruguaya debían recomenzar todo el proceso.

A su vez, el nodo dcfcen debía conectarse con un nodo de ARPANET en USA para recibir y descargar todo el correo. Esta comunicación se hacía a través de un satélite que la cancillería argentina usaba y que Julián, gracias a sus vínculos de caracter laboral, había conseguido como una suerte de donación informal.

Cuando se enviaba un mail a una universidad europea, la respuesta podía demorar normalmente de 2 a 4 días. Esto puede resultar insoportablemente lento para las posibilidades actuales pero en 1988 nos parecía rapidísimo.

A pesar de su humilde comienzo, el nodo incouy tuvo, desde su nacimiento, una demanda constante y siempre creciente. Los académicos uruguayos residentes en el exterior se transformaron rápidamente en firmes usuarios del joven nodo.

Los académicos residentes en Uruguay que habían estudiado en Europa o Norteamérica podían ahora mantener relaciones mucho más fluídas con sus laboratorios en el exterior.

Por mi parte, tuve el gran honor de tener una de las primeras direcciones del correo electrónico uruguayo:

           jcabezas@incouy.edu.ar

y esto me permitió retomar la comunicación con el grupo de computación de la Universidad de Gotemburgo donde me había graduado.

El nodo llegó a mantener más de un centenar de universitarios uruguayos comunicados con el exterior. Esto obligaba a limitar el tamaño de los e-mails.

A modo de ejemplo, una pequeña imagen adjuntada en un mail podía significar una hora extra de comunicación entre el nodo uruguayo y el argentino.

En realidad incouy no comenzó siendo un nodo sino un sub-nodo del nodo argentino.

Recién en 1991 nos transformamos en un nodo autónomo, directamente conectado a ARPANET. Y mi dirección de correo se modificó para tener el uy al final, indicando el país de origen:

           jcabezas@incouy.edu.uy

El nodo incouy nació como un nodo experimental y así se retiró. En 1992, SECIU, el Servicio Central en Informática de la Universidad de la República, asumió, con todo el empuje de su Directora Ida Holz, la gestión y el desarrollo del nodo uruguayo. A mediados de los 90, ANTEL, la empresa telefónica uruguaya, se haría responsable de este tipo de servicios para todo el país.

En pocos años Internet conquistaría el planeta y, por supuesto, al Uruguay.

Para 1998, una década después de inaugurar el e-mail en Uruguay, su uso se había extendido de una manera asombrosa.

A pesar de estar acostumbrado a la dinámica vertiginosa de los cambios sociales producidos por la computación nunca me imaginé que las cosas pudieran ocurrir tan rápido.

En cualquier caso, fue muy bueno estar viviendo ese comienzo y conocer a los pioneros argentinos que tanto nos ayudaron.

23. La desaparición de Cleanto

En ese momento, me dí cuenta que era definitivo. Cleanto había desaparecido.

El policía norteamericano miraba mi pasaporte uruguayo con una visa turística de 10 años. Digitó los datos en su terminal y quedó esperando la respuesta.

Yo también esperaba, pero con más ansiedad que el policía. Finalmente, se dirigió a nosotros.

- ¿ Luna de miel en Nueva York ?

Nos preguntó en un inglés fácil de comprender. Mercedes y yo respondimos juntos afirmativamente.

-Hace frío en Nueva York. Aquí, en Miami, está mejor.

Nos dio los pasaportes y nos deseó una feliz luna de miel.

Era la mañana del lunes 19 de febrero de 1996. Conocí a Mercedes un año atrás cuando ambos estábamos de vacaciones en Punta del Diablo, un agreste balneario de la costa uruguaya construido alrededor de un pueblo de pescadores artesanales. Allí descubrí a esta inquieta y delgada mujer que, en aquel verano, lucía una bola de rulos en su cabeza.

Aunque el policía no lo notó, Mercedes llevaba a alguien de contrabando. Estaba embarazada y el día antes de nuestro casamiento nos enteramos que sería un varón, Juan Manuel, y que nacería en julio de ese año.

Estábamos muy felices por todo esto. En Nueva York la estadía sería perfecta, incluyendo algo de nieve durante el primer día. Mi único problema fue mantener el ritmo de Mercedes, una caminadora incansable.

No había dudas. Podía pasear tranquilo por las Américas. Cleanto ya no estaba. Yo sabía que Cleanto había dejado de existir, pero el policía de Miami, mirando su pantalla, me puso nervioso.

En 1994, en un terminal similar, pude ver como desaparecía Cleanto. Todo ocurrió en el aeropuerto de Santiago en Chile.

Habíamos volado desde Uruguay para participar en un importante evento de informática que incluía conferencias y exposiciones de nuestro interés. Yo iba en representación de la Escuela de Informática, una institución de enseñanza técnica y terciaria. Desde 1991 complementaba mi actividad en el InCo con algunas horas semanales en la Escuela. Magela, su directora, era conocida de mi familia ya que su padre, gallego, había sido amigo de mi abuelo. No sé si fue algo genético, pero Magela y yo somos muy buenos amigos.

La delegación se componía de cuatro uruguayos, Schubert y Gabriel de la empresa Arnaldo Castro S.A. y Roberto y yo por la Escuela.

Cuando el policía chileno digitó mis datos en el terminal del aeropuerto de Santiago algo pasó, se levantó, se retiró y pronto volvió acompañado por dos personas. Ambos me condujeron a una sala y comenzó el interrogatorio.

Me decían que yo era un terrorista subversivo, que estaba requerido por la Policía uruguaya. Dudaban que yo viniera realmente del Uruguay.

Luego del exilio en Suecia y nueve años de paz y democracia en Uruguay, había perdido completamente los reflejos anti-represivos de otras épocas. Para total sorpresa de los policías chilenos les informé, con toda naturalidad, que yo había sido miembro del Movimiento de Liberación Nacional - Tupamaros.

Lo tomaron como una confesión muy grave. Yo no comprendía muy bien lo que sucedía. Parecía un viaje al pasado.

Mientras me revisaban minuciosamente mi ropa y maletín, yo les explicaba, con la calma que podía, que en Uruguay yo ya no estaba requerido desde hacia casi una década.

Ellos insistían que un terrorista, buscado por Uruguay desde 1972, no podía entrar a Chile y que me iban a poner en un avión hacia otro país. A pesar de que los dos agentes de seguridad no me maltrataban físicamente, su tono era cada vez más agresivo.

Mientras el interrogatorio y la revisación ocurrían, mis compañeros de viaje habían iniciado toda clase de contactos para ayudarme. Se habían comunicado con el Cónsul uruguayo en Santiago y con Magela y Arnaldo Castro, quienes, a su vez, le habían informado lo que me ocurría al embajador de Chile en Uruguay.

Luego de la revisación, uno de ellos me dice que diga la verdad. El cree que he sufrido un accidente con una bomba.

Yo le explico que sí, que así fue. Que sus sospechas son correctas. Que eso fue hace 24 años.

Los dos agentes chilenos estaban radiantes por mis confesiones. Estaban admirados de que yo les hablara del pasado aceptando todo. Y yo no entendía como podía estar sucediendo esto en 1994.

Les dije que trataran de informarse adecuadamente con sus superiores. Que mi situación no sólo era legal en Uruguay sino que estaba viajando en carácter semi-oficial representando al Uruguay y que si seguían con lo de mandarme a otro país, se les iba a complicar la cosa a ellos con sus jefes.

En ese momento suena el teléfono de la sala contigua. El que parecía tener mayor jerarquía lo atiende.

-Sí, Señor.

-Correcto, Señor.

-Sí, Señor.

-Sí, Señor.

El agente vuelve y me pregunta si deseo un café y algo de comer. Me pregunta si voy a hacer alguna denuncia por maltrato. Luego me informa que me van a conducir al hotel y que el Cónsul de Uruguay está esperándome afuera de la sala.

Antes de irme de allí me llevaron a un terminal para mostrarme que habían borrado mis antecedentes subversivos del mismo. En efecto, digitaban mi nombre y la computadora no tenía información alguna sobre mí.

Cleanto había desaparecido de la pantalla.

24. Joaquín Torres García

Planos de color y líneas, combinados con arte, formarán una verdadera estructura, y entonces se habrá realizado la síntesis porque, términos al parecer antagónicos -realidad y abstracción- se habrán juntado en unidad perfecta.

Cada año, desde 2001, me ocurre siempre lo mismo. Cuando comienzo el dictado de mis clases sobre el pintor Torres García y el arte constructivista, me siento especialmente estimulado.

Y creo que el centenar de estudiantes que me escucha, lo percibe.

No se trata de un curso de arte o cosa parecida. Yo no soy especialista en esos temas. Se trata de una asignatura del área de Programación de la carrera de Ingeniería en Computación.

Por su ritmo y dinámica, no puedo explicarle a mi audiencia, las razones de mi simpatía por un pintor que parece, al menos a primera vista, tan ajeno al mundo de las computadoras.

Podría comenzar diciendo que los Beatles fueron los responsables de mi afinidad con Torres García. Aunque no estoy del todo seguro si esa es la verdad.

Michelle, ma belle.

These are words that go together well,

My Michelle.

Quité los 10 tornillos de la tapa trasera de la caja acústica del bajo. El mueble no era precisamente pequeño y liviano. Le decíamos ''el muerto'' porque cuando lo transportábamos nos recordaba, por su peso, a un ataúd.

Con más de un metro de altura, 60 cm de ancho y 50 de profundidad, la enorme caja contenía solamente un parlante Goodman de 12 pulgadas. No era suficiente para hacer sonar el bajo eléctrico de Pico en forma satisfactoria, incluso en una sala de baile de dimensiones reducidas.

Pero en este sábado 12 de marzo de 1966 las cosas van a cambiar. Mientras los Hammers, la banda de Rock de Punta Gorda, está ensayando en la casa de los padres de Hugo -la segunda guitarra-, yo voy a colocar el segundo parlante Woodman en el muerto.

La casa estaba situada en la calle Grito de Gloria, en una de las zonas más antiguas de Punta Gorda, un joven barrio que comenzó a urbanizarse a mediados del siglo XX.

Estamos en el fondo de la casa, en el taller del padre de Huguito. Como no sobra el lugar, debo trasladar, de un lado a otro, algunos cuadros y telas para poder trabajar cómodamente. La caja del bajo requería dos parlantes, pero como no disponíamos del dinero necesario, la usábamos con uno solo.

Mientras los Hammers interpretaban Michelle y yo colocaba el segundo Goodman, observaba las pinturas recientes del padre de Hugo y sentía ese aroma tan especial del óleo fresco. Eran cuadros con una estructura fuerte y explícita, colores primarios y componentes geométricos simples. Sabía bien lo que eso significaba. El padre de la guitarra rítmica de los Hammers integraba la escuela artística del pintor Joaquín Torres García, el principal exponente de la pintura constructivista uruguaya y protagonista del movimiento homónimo europeo de la primera mitad del siglo XX.

En 1966, Punta Gorda aún era un centro del arte constructivista uruguayo.

La casa de Torres García se encontraba en la calle Caramurú, a pocos metros de la vivienda de los padres de Hugo y si bien el artista ya había fallecido, su esposa Manuelita y su hija Olimpia vivían allí, manteniendo, al menos en mi imaginación, la atmósfera original que la casa supo tener en vida del pintor.

Con ayuda de Níber, la primera guitarra, la caja acústica está completa con sus dos parlantes y ha llegado el ansiado momento de probarla. Pico conecta su bajo al amplificador alemán de 40W por canal y el muerto hace temblar nuestros estómagos y las ventanas del taller.

Michelle, ma belle.

Sont les mots qui vont tres bien ensemble,

Tres bien ensemble.

El grupo está ahora tocando completo con Ronald en la percusión y Daniel en el teclado y Michelle suena muy bien.

Yo estoy fascinado con la magia del bajo. A pesar de su tamaño mayor que las guitarras, me parece un instrumente humilde ya que, como el aire que respiramos, solo se nota cuando no está.

Debo reconocer que en aquellos años me preocupaba más el sonido de los Hammers que la obra artística del gran pintor uruguayo. Eso no significaba que fuera insensible a ese arte. Muy por el contrario, me sentía atraído por las pinturas, murales y cerámicas de los artistas del taller de Torres García.

Lo que yo ignoraba era que, con el pasar de los años, el constructivismo torresgarciano se iría integrando cada vez más a mi vida hasta transformarse en un elemento importante de mi actividad académica.

Torres García y en general los constructivistas, no vivieron en la época de las computadoras, la reina de las máquinas. En el mejor de los casos, las vieron nacer.

Sin embargo, ellos estuvieron muy preocupados por las máquinas y su relación con la sociedad.

Si el siglo XIX había sufrido grandes cambios sociales producidos por la máquina de vapor, el siglo XX va a multiplicar y profundizar los cambios con las máquinas basadas en el petróleo y la electricidad. Las máquinas se integraron a todos los aspectos de la sociedad. Nunca antes había sucedido algo de esta magnitud y en tan poco tiempo. Y la cultura no salió intacta de estos acontecimientos.

Los constructivistas percibían que las máquinas iban a ser un componente fundamental de la sociedad del futuro. Por esto, hicieron un notable esfuerzo tratando de recrear las artes y las ciencias pensando en el porvenir.

Y gracias a esto, nos dejaron, sin saberlo, una rica herencia cultural para la Sociedad de la Información del siglo XXI.

Algunos de ellos consideraban que era necesario modificar nuestra visión del arte y la ciencia para adaptarlas a una nueva sociedad donde las máquinas estarían asistiéndonos en todos los órdenes de la vida. Querían eliminar la oposición, típica del siglo XIX, entre ciencia y tecnología, entre belleza y funcionalidad, entre estética y máquina. En el siglo XIX, las cosas realmente bellas debían ser inútiles y la ciencia verdadera no debía contaminarse con sus posibles aplicaciones. En este contexto, las máquinas sólo podían habitar el oscuro y despreciable mundo de las cosas útiles.

Los constructivistas crearon un movimiento cultural de grandes dimensiones que durante la primera mitad del siglo XX cuestionó, con fuerza, las bases de la cultura occidental del siglo XIX.

Todo tembló. Todo cambió. Desde la matemática a la física, desde la forma de una ventana al diseño de una silla, desde una escultura a una taza de té. Ya nada sería igual.

Cuando comencé, en 1983, mis estudios de posgrado en computación en Gotemburgo, descubrí que el constructivismo no sólo había sido un movimiento importante en la matemática sino que, además, era uno de los principales soportes de los fundamentos científicos de los programas que hacen funcionar una computadora. La reina de las máquinas había crecido apoyada en los constructivistas.

Más aún, el tutor de mi tesis de maestría, Bengt Nordström, y el creador de la teoría sobre la que se basó mi trabajo, el matemático y filósofo Per Martin Löf, eran, ambos, destacados académicos de la escuela constructivista.

Paso a paso, fui comprendiendo que, tanto el constructivismo en la matemática de mi tesis como el costructivismo en el arte de Torres García, eran expresiones diversas del mismo movimiento cultural.

De manera que, aunque parezca curioso, mi actividad académica en computación me fue acercando a Torres García. Podía leer los libros de sus conferencias en la Facultad de Humanidades y comprenderlos bien.

A pesar de que no era un experto en arte, podía entender, sin dificultad, las ideas del pintor. Las interpretaba, claro está, desde la matemática constructiva.

Esta convergencia entre el arte, la matemática y la tecnología, me resultaba cada vez más interesante.

En 1991 surgió la pregunta: ¿ Será posible unir el constructivismo de la matemática con el constructivismo de Torres García, en una computadora?

En 1996, Pablo Queirolo da una primera respuesta afirmativa en su tesis de maestría desarrollada en el InCo.

Queirolo construyó un prototipo experimental y demostró su funcionalidad programando varios cuadros famosos de Torres García. Al ejecutar los programas en una computadora, se obtenían imágenes de los cuadros del pintor.

En 2001 comenzamos a experimentar con C5, una versión más avanzada y completa de la propuesta de Queirolo, manteniendo siempre las ideas básicas de Torres García.

Todos los años un grupo de estudiantes de Ingeniería en Computación construye programas que producen imágenes en la plataforma torresgarciana y los comparan con los programas para gráficos de uso normal en todo el mundo. Muchos de ellos declaran que adquirir los conceptos constructivistas de Torres García requiere bastante tiempo y trabajo. Eso sí, una vez comprendidos, las imágenes se pueden programar en forma más directa y rápida que con los programas para gráficos tradicionales.

Una buena parte de los estudiantes disfruta con este curso donde el arte y la tecnología cooperan.

Yo disfruto viendo el espíritu de Torres García paseándose sonriente por los corredores de una facultad de ingeniería.

25. La fuga

8:30

-Somos tupamaros y necesitamos su vehículo por unas horas. Mi compañero se queda con usted hasta que se lo devolvamos. Le pagaremos por el gasto de combustible y perdone las molestias.

-Está bien. Algún día me iba a tocar. Tengan cuidado con el freno de mano que no anda muy bien. Tratenlo con cariño que lo tengo desde que era nuevo.

Dos de los guerrilleros se subieron al veterano Playmouth de 1946 y partieron hacia el hospital universitario de Montevideo, el Hospital de Clínicas Dr. Manuel Quintela. El propietario del automóvil observó con preocupación como aceleraban excesivamente su bien cuidado clásico.

8:40

Una bella tupamara, atractivamente vestida, ingresa al Hospital y se dirige al noveno piso. Un quinto integrante del comando se instala en el hall de ascensores del sub-suelo.

Como todas las mañanas a las 9, ese jueves 1 de julio de 1971 tenía que trasladarme desde mi sala en el noveno piso al sub-suelo donde se encontraba la Sala de Fisioterapia. Acostumbraba a realizar ese camino en silla de ruedas acompañado por mi madre y Sylvia.

El policía que me custodiaba estaba habituado a esa rutina y no siempre iba con nosotros. A veces, se quedaba charlando con alguien o se iba a pasear por otros pisos del Clínicas.

Desde el día del accidente -el 19 de noviembre de 1970- llevaba siete meses internado en una sala de cuatro camas del noveno piso. Durante ese tiempo, había sufrido siete operaciones y aún faltaban algunas más. Mi vista derecha fue operada por el Dr. Rodríguez Barrios y todo indicaba que se estaba recuperando bien. Mi mano izquierda pasó por la cirugía dos veces y la tercera se haría en Cuba. El maxilar inferior fue operado por quien fuera Decano de la Facultad de Odontología, el Dr. González Methol, padre de Fernando, nuestro querido compañero del exilio. El trabajo de restauración del maxilar continuaría en el Hospital del Pueblo del MLN y, finalmente, en Cuba.

La acción para sacarme del Clínicas había sido preparada poco tiempo después de mi ingreso al Hospital. El MLN pretendía mantenerme internado el máximo tiempo posible para facilitar mi recuperación. Pero en la medida que yo mejoraba, más alto era el riesgo de que me trasladaran al Hospital Militar. Y de allí ya no era posible escapar.

A pesar de que estaba casi siempre en la cama o en silla de ruedas, era evidente que estaba mucho mejor. No engañaba a nadie.

Cuando el médico responsable de firmar el alta, le informó al MLN que no era posible retardar más ese trámite, la acción para sacarme del Hospital se activó inmediatamente.

8:50

El Playmouth se estaciona en un lugar muy cercano a una puerta de salida del Hospital, cercana, a su vez, al corredor que comunicaba los ascensores con la Sala de Fisioterapia.

El MLN no fue el único en planificar mi fuga.

Gómez, un compañero de sala, se había ofrecido para sacarme y llevarme a otro país. Gómez era un hombre joven y, por lo que oía, apuesto. Con una vida intensa, que no siempre fue muy armónica con la Policía.

Había sido guardaespaldas de Stroessner, el dictador de Paraguay y ahora, con esas vueltas que da la vida, estaba allí con nosotros y tenía cáncer.

En muy poco tiempo, se transformó en una persona indispensable de nuestra sala, por no decir de nuestro piso. Las enfermeras sabían que cuando faltaba algo para las curaciones, cosa bastante frecuente, Gómez lo conseguía. Salomón, otro compañero de sala, zapatero, judío y veterano comunista, trataba de que Gómez no pasara los límites éticos y morales -no escritos- que los enfermos del Clínicas debíamos respetar en nuestra lucha por sobrevivir.

Un día, cuando mi padre se acercaba a la sala, fue detenido por Gómez solicitándole ir a un lugar discreto para hablar. Le planteó que tenía todo organizado. Que el podía arreglar las cosas para que me llevaran clandestinamente al Paraguay.

Mi padre le agradeció sinceramente y le dijo que no era necesario, que yo no iba a tener problemas, que se quedara tranquilo.

Pero Gómez no fue el único compañero del Clínicas en planear mi fuga. Tres pre-adolescentes, provenientes de los barrios más pobres y marginados de la ciudad, construyeron, también, un plan de fuga. Me visitaban con cierta frecuencia y como yo no veía, me susurraban al oído avisándome que estaban ahí. A veces, ni siquiera hablábamos, sólo se quedaban a mi lado y luego se iban. Otras veces me contaban que estaban en el Hospital porque se les iba la mano con las drogas o alucinantes que conseguían.

Y un día me dijeron que tenían todo pensado. Me podían sacar en ese mismo instante.

Les conté la verdad. Les dije que los tupamaros me iban a sacar. Y les expliqué que no les podía decir cuando.

Quedaron felices y me prometieron que iban a tener más cuidado con las drogas.

8:55

La bella tupamara se acerca al policía que me custodia y le dice que está buscando a su abuela recién operada y que no la encuentra. El, amablemente, se va con ella para indicarle cual es el lugar. Le dice a mi madre que vayamos a la fisioterapia sin él.

Mi madre era la única de la familia que sabía lo que está ocurriendo. El MLN había resuelto mantener informada a mi madre y solicitarle que, con el pretexto de haber olvidado una prenda de vestir, no ingresara al ascensor y volviera a la sala a buscarla. Se le había solicitado, además, que fuera con lentitud a la Sala de Fisioterapia y que cuando no nos encontrara comenzara a preguntar a los fisioterapeutas y, finalmente, volviera al piso nueve y dijera que habíamos desaparecido. Se le aconsejó llorar todo lo que pudiera.

8:57

Mi madre, Sylvia y yo en mi silla de ruedas llegamos al ascensor. Cuando se abre la puerta mi madre dice que se olvidó de su abrigo y vuelve a la sala.

Al llegar al sub-suelo avanzamos por el corredor en dirección a la Sala de Fisioterapia. Alguien más nos acompaña. Rápidamente, nos desviamos hacia la puerta de salida. Nos acercamos al Plymouth que está con su conductor listo para salir. Para mi alegría el chofer es un miembro de nuestro grupo de Punta Gorda.

9:07

Mientras me vestía con ropa de calle, íbamos en el Playmouth al punto de encuentro donde nos pasarían a una camioneta del MLN. Todo fue hecho sin dificultades. La Citroen 2CV pertenecía al local del MLN donde nos alojarían, al menos, por unos días. La vivienda tenía un garage y la camioneta permitía ingresar gente u objetos a la casa sin ser vistos por los vecinos.

9:20

Llegamos al local del MLN. Allí residía una pareja que daba la apariencia de un hogar común y normal en el barrio. Ahora, Sylvia y yo somos militantes clandestinos del MLN. Al día siguiente, saldría el comunicado de la Policía requiriendo nuestra captura.

9:25

Mi madre llegó a la sala muy nerviosa diciéndole a las enfermeras y al policía que no pudo encontrarnos por ningún lado. Esta tan nerviosa que no tuvo que hacer ningún esfuerzo. Toda la tensión de los últimos días hicieron que llorara un buen rato.

El policía le pidió que no le informara a sus superiores que no estaba en el piso cuando la fuga ocurrió. Ella le dijo que no iba a decir nada.

9:55

La Policía de Investigaciones ingresa al Hospital.

26. La Esmeralda

El Chacal está a la vista. Camisa perfectamente blanca, pantalón sport beige, cabello corto, bigote prolijo. Camina de forma discreta, sin llamar la atención, observando todo a su alrededor para poder reaccionar rápidamente en caso de que algo imprevisto ocurra.

Lo conocí en Cuba a finales de 1972.

Poco antes de salir de Chile hacia la isla, un querido miembro de la Dirección del MLN en Santiago que ya no está entre nosotros, me explicó la forma de encontrar al Chacal en Cuba.

Me dijo que, en caso de dificultades, la persona con quien debía contactarme era el Chacal. Luego me aclaró que, en la isla, el Chacal era conocido como Aníbal. Cuando le pregunté como lo reconocería en caso de que encontrara más de un Aníbal, me aclaró que lo iba a reconocer con facilidad observando su comportamiento ya que el Chacal era sigiloso, silencioso, reservado y, paradójicamente, simpático y amable.

Cuando me encontré, en la Habana, con el primer Aníbal cruzando el corredor de la casa sin que prácticamente nadie lo notara, me dí cuenta que ya había encontrado al Chacal.

Desde ese momento, nuestro grupo de radio-comunicaciones establecería una fuerte amistad con él.

Rodamos juntos por el exilio. Corrimos juntos detrás de nuestros hijos en Gotemburgo y llegamos -casi- juntos al Uruguay. Desde ese entonces, el Chacal es un entrañable miembro de nuestra familia.

Cuando me casé con Mercedes en 1996, el Chacal fue uno de los testigos de la boda.

Ingresó sigilosamente a la sala de la Ciudad Vieja en Montevideo. Avanzó ágilmente esquivando los flashes de las cámaras y firmó como testigo cuando la Juez lo requirió. Besó a la novia, nos abrazamos, saludó a mis hijas y a mi familia y desapareció, sin que lo notáramos, sumergiéndose en el anillo ruidoso de familia y amigos que nos rodeaba.

El Chacal dobla la esquina de las calles Constituyente y Jackson. Mira de reojo usando como espejo el ventanal de vidrio de un comercio para verificar que nadie lo sigue. Cruza Jackson justo antes del cambio de luz del semáforo y se dirige a la entrada de la Esmeralda. No sabe que la emboscada está en su interior. Dos peligrosos personajes lo están esperando atentamente. Por una vez en la vida, hemos llegado antes que el Chacal. Es muy obsesivo con su trabajo y -seguramente- algo en su actividad periodística o en sus proyectos en el área de comunicación y desarrollo lo retrasaron.

Como es la costumbre de todos los años, cuando el Chacal ingresa se saluda afectuosamente con el mozo de la confitería. Juan Manuel y Marcos le hacen todo tipo de señas, muertos de risa. El Chacal los ve y se acerca. Los saluda bromeándolos y la excitación aumenta. Mercedes y yo lo saludamos y se sienta con nosotros. Tenemos que calmar a los chicos y recuperar el orden perdido.

Este caluroso viernes 28 de diciembre de 2007 -día de los inocentes- no tenemos a los hijos mayores. Para el Chacal, uno está en Buenos Aires y la otra en Barcelona. En nuestro caso, Manuela en Gotemburgo y Angela en Alemania.

Desde hace una década nos reunimos, todos los años, lo más cerca posible del Día de los Inocentes para despedir el año y divertirnos con nuestras familias.

El día de los inocentes no lo elegimos por alguna razón simbólica. Es sólo que nos queda más cómodo reunirnos en esa fecha después de Navidad y antes del 31 de diciembre.

¿ Por qué la Esmeralda ? La primera razón es que queda cerca de nuestras casas. La segunda, es que este tipo de confitería montevideana tiene algo de un Uruguay lejano que se está extinguiendo. Es un sabor a Uruguay perdido en el tiempo que le agrega cierto encanto a estos encuentros.

Cuando Alfredo y Cloudette visitaron el Uruguay en 2004 no escaparon al rito. Como no podía ser de otra forma, los invitamos a recordar la clásica confitería uruguaya.

Hoy tenemos un invitado especial a la reunión. Se trata de Fernando, ex-miembro del grupo de radio-comunicaciones e inolvidable compañero del exilio. Vivió como refugiado en Ginebra, Suiza, concretando allí su intensa vocación por las relaciones internacionales.

Aún no ha llegado y los chicos están atentos mirando por la ventana.

Cuando finalmente llega es recibido por una ruidosa bienvenida. Fernando se sienta, mira el lugar y nos dice que le parece un lugar para gente de tercera edad. Todos nos reímos y le decimos, casi a coro, que sí, que por eso estamos ahí.

La mesa se va quedando tapada por los platitos de las clásicas preparaciones. Los niños se lanzan hacia las papas chips y los maníes. Yo me concentro en los hongos y las cerezas con queso.

Como todos los años, recordamos historias del pasado, y como nos ocurre todos los años, hay muchas cosas de ese pasado que no entendemos.

Se siente muy bien estar juntos un rato. Es algo importante para nosotros, los sobrevivientes.

27. El Vanguard

En apenas 30 horas, mis padres partirán hacia el Uruguay, pasando por la ciudad de Salta en donde el Vanguard los está esperando.

El viejo puso el Zippo y la cajilla de Republicana sobre la mesa, junto al café recién servido. Yo miraba la playa desierta con un océano tan verde como helado. El clic del encendedor me avisó que el cigarrillo ya estaba encendido y pronto llegaría el humo que, desde niño, asociaba con mi padre.

Estábamos en un restaurante frente a la playa en Viñas del Mar, el famoso balneario de Chile. Aunque el invierno no era el mejor momento para visitarlo, mi madre, mi padre y yo quedamos impresionados por la belleza de estas costas del Pacífico.

Nuestro almuerzo incluyó erizos chilenos, un marisco que no conocíamos. Era un gusto fuerte y nuevo para nosotros. Un excelente Chardonnay chileno equilibró los sabores y el resultado fue muy satisfactorio.

Luego del postre, llegó la hora -junto con el café- del balance del viaje. Mi padre dijo que este era un viaje del que no se podía decir una sola palabra en Uruguay. Al mismo tiempo, se tranquilizó manifestando su esperanza de que, algún día, en el futuro, este viaje del Vanguard pudiera ser relatado sin temor.

36 años después, estoy escribiendo la historia secreta de mi familia, la historia del Vanguard.

Pero me doy cuenta que no puedo hablar del Vanguard sin hablar de mis padres.

Mi viejo era un hijo de inmigrantes gallegos, al igual que mi madre. Y por sobre todas las cosas era un genuino representante del Uruguay de la primera mitad del siglo XX.

Comenzó a trabajar al terminar la escuela pública, con 12 años. Era emprendedor, audaz y con una extrema avidez, hasta sus últimos días, por conocer y aprender de todo. Le gustaba la filosofía tanto como hacer carpintería artesanal.

Era un gran admirador de José Batlle y Ordóñez, creador de la principal agrupación del Partido Colorado y fundador del Uruguay moderno del siglo XX. Sin embargo, aunque mi padre se consideraba un batllista, o tal vez por eso mismo, no siempre votaba al Partido Colorado. Mi madre también es batllista y si la dictadura no lo hubiera asesinado, seguiría -seguramente- votando a Zelmar Michellini.

Al viejo le fascinaron los avances tecnológicos de su época. Fue un experto en la construcción de receptores de radio caseros basados en un pequeño cristal de sulfuro de plomo, conocidos popularmente como radios a galena. Estos receptores eran ecológicos ya que funcionaban sin ningún tipo de energía externa. Nada de pilas o baterías.

La mecánica también lo atraía mucho. Especialmente los automóviles y las aeronaves. A tal extremo que, para la luna de miel, convenció a mi madre de viajar desde Montevideo a Río de Janeiro en avión. Para 1944, finales de la Segunda Guerra Mundial, esto era cercano a lo que hoy se denomina turismo-aventura. En todo caso, la aventura salió muy bien y para 1945 mi hermana ya estaría probando sus pulmones.

Mis padres formaban una de esas parejas de antes que funcionó asombrosamente bien.

Se equilibraban perfectamente y se respetaban mucho. Poseían un alto grado de especialización en la pareja: mi padre tenía la soberanía completa extramuros y mi madre ejercía lo mismo con igual solvencia intramuros. Constituían un centro de gravedad alrededor del cual girábamos todos.

Pero de todos los grandes avances tecnológicos de su época, el automóvil era su verdadera pasión. Comenzó a conducir a los 12 y a los 15 era experto en los Ford T y A. Amaba conducir y detestaba ir en un vehículo conducido por otro, o aún peor, por otra. Como puede imaginarse, en las vacaciones casi siempre salíamos en el auto.

En 1957 se sacó las ganas de comprar un 0km. El día que llegó a casa con el Vanguard fue inolvidable. Con mis 10 años, miraba boquiabierto aquella nave espacial verde y amarilla, llena de baguetas niqueladas brillando por todos lados.

Era un Standard Vanguard. Un auto inglés de cuatro puertas y buen baúl. Se trataba de un vehículo fuerte y cómodo. No corría mucho pero el viejo le sacaba todo el jugo que podía dar.

Mi padre llegó a conocer muy bien ese auto y como sabía de mecánica generalmente lo reparaba en los fines de semana. A decir verdad, no había una pieza del Vanguard que no le hubiera metido mano. Yo no era un amante de la mecánica pero a veces lo ayudaba en estas tareas.

Con este auto, haríamos, en 1964, un inolvidable viaje por buena parte de Brasil. No pudimos llegar a Brasilia -como estaba planeado- porque los militares brasileños nos cortaron el paso hacia la capital del país. El martes 31 de marzo de 1964 estábamos en Belo Horizonte, capital del estado de Minas Gerais. Allí nos sorprendió el golpe de estado militar que derribó al Presidente Joao Goulart, electo democráticamente por los brasileros. Debimos pasar innumerables controles militares hasta llegar de nuevo al Uruguay. El Vanguard había sorteado exitosamente su primera prueba de fuego.

Estaba listo para la segunda.

A partir del 14 de abril de 1972, el MLN no resiste la ofensiva de las Fuerzas Conjuntas (Ejército, Marina, Fuerza Aérea y Policía) que ahora tienen un buen conocimiento de la organización guerrillera gracias, entre otras varias cosas, a la amplia información que les da Amodio Pérez, un ex-dirigente tupamaro preso.

Para el mes de junio de ese año, la situación ya era insostenible para nosotros.

En mayo, cuando Osvaldo me llevaba, en la moto, desde el Hospital del Pueblo del MLN al local donde estaba Sylvia, pudimos ver a 200 metros de distancia como los camiones del Ejército rodeaban el local. Sylvia había caído presa.

A partir de ahí, me fui salvando porque Osvaldo pasaba siempre en su motoneta a buscarme poco antes de la llegada de las Fuerzas Conjuntas.

En un comienzo, eran casas del MLN. Después Osvaldo me llevaba a casas de gente simplemente solidaria. Me había acostumbrado de tal forma a esa suerte negra que cuando Osvaldo me venía a buscar miraba a los que estaban en la casa pensando, que horrible, si yo salgo las Fuerzas Conjuntas van a venir enseguida y los van a detener.

Ya no había donde ir. Y además, adonde fuera ponía en grave riesgo a la gente buena que te recibía.

Se me ocurrió un plan y lo hablé con Osvaldo. Era riesgoso, sobre todo para mi familia, pero me parecía viable. Recibí rápidamente el OK y obtuve el apoyo del MLN hasta donde fuera posible.

La primera parte del plan era contactar a mi padre. Osvaldo fue a la empresa donde él trabajaba con una carta y un dibujo que él sabía era típicamente mío.

Pero los planes debieron dejar lugar a la improvisación. Antes de lo previsto ya no teníamos donde ir. Ahora estábamos en la calle y todo lo que teníamos eran los cafés y las iglesias.

Quien me acompañaba era bastante más atractivo que yo para las Fuerzas Conjuntas. Se trataba de Garín, un marino que había dado toda la información necesaria para que el MLN asaltara un importante cuartel de la Marina.

Nos acercamos a mi barrio, Punta Gorda, situándonos en el Molino de Pérez, un lugar tranquilo cerca de la casa de mis padres. Se trata de un parque público donde es posible pasar desapercibido.

Yo no podía ingresar caminando a mi casa puesto que era conocido en el barrio y alguien podría denunciar el hecho a las Fuerzas Conjuntas. Por su parte, Garín no era vecino del barrio y tenía mejores chances de no ser reconocido. El marino debía ir solo por la calle Palmas y Ombúes hasta llegar a una residencia con el número 5764.

Allí debía tratar de persuadir a mi madre para que se comunicara con mi padre y viniera a buscarme en auto.

Como es de imaginar, mi madre quedó sorprendida y confundida frente a un desconocido que le decía que tenían que ir a buscarme al Molino de Pérez. Y Garín, como contraseña de emergencia, insistía con que mi hermana y yo le decíamos Mamocha y Papocho a mis abuelos.

Finalmente, en un día nublado de finales de junio de 1972 en la plazoleta del Molino de Pérez, apareció mi padre en un automóvil prestado y me subí. Entré agachado en el asiento trasero a la casa donde ocurrió mi accidente un año y medio atrás. La casa ya había sido debidamente allanada, de manera que estábamos desafiando, una vez más, la suerte y esperando que ella no fallara durante nuestra estadía.

Luego de ver a mi hermana y abuelos que no podían creer lo que pasaba, tomar un baño reparador y una comida con sabor a madre, me senté con el viejo para elaborar un plan de fuga, o más exactamente, el viaje con el Vanguard.

La idea era simple. Mis padres y yo haríamos un viaje en el Vanguard hasta Chile aprovechando el movimiento turístico de las vacaciones escolares de julio. De más está decir que yo no volvería.

Saldríamos de Montevideo hasta Colonia, la hermosa ciudad histórica situada en la margen uruguaya del Río de la Plata, estratégicamente emplazada frente a la ciudad de Buenos Aires.

Desde Colonia, cruzaríamos el río en un ferry hasta la capital de Argentina. Luego nos dirigiríamos a Mendoza para cruzar la Cordillera de los Andes e ingresaríamos a Chile. Nuestra meta era Santiago, su capital. Allí comenzaría mi exilio y mis padres volverían en el Vanguard por la misma ruta a Montevideo.

Esa misma noche, el máximo órgano resolutivo de mi familia, es decir, mis padres en la cama, aprobó el plan. Según mi padre, mi madre no dudó un segundo.

Había un solo detalle delicado, yo estaba requerido por las Fuerzas Conjuntas. Como las señales de mi accidente eran una verdadera declaración de identidad que no podía esconderse con facilidad, difícilmente podría pasar los controles aduaneros con un documento falso.

El berretín es un término tupamaro usado para denominar los habitáculos secretos en las casas donde se podían esconder los militantes clandestinos de la Organización.

Hasta donde conocíamos, nunca se había intentado construir un berretín en un automóvil, capaz de transportar un tupa escondido y pasar con éxito los diversos controles de la aduana uruguaya y argentina. Mi padre y yo comenzamos a estudiar con atención el Vanguard hasta que el plan quedó completamente definido. En 4 o 5 días saldríamos hacia Chile.

Dos días después de nuestra llegada a la casa de Punta Gorda, un equipo de la Técnica de Falsificación del MLN se instaló en el cuarto donde ocurrió mi accidente para hacernos documentos de viaje a Garín y a mí.

Mi documento era una cédula de identidad a nombre de Ignacio Escañuela, de 20 años de edad. La idea era que si nuestro plan fallaba, tendría -al menos- un documento para intentar escapar.

En el caso de Garín, además de un pasaporte, recibiría ropa adecuada, un maletín elegante y un pasaje de avión. En pocas horas lo llevarían al aeropuerto.

Luego de su partida, seguíamos atentos los informativos de radio y TV y al no oir nada sobre él, respiramos aliviados. Había logrado salir del país sin problemas.

Mientras, mi padre empezó a trabajar en el Vanguard para transformarlo en un sedan inglés con berretín.

Le quitó el tanque de combustible. Este tanque, de tamaño considerable, estaba ubicado entre el asiento trasero y el baúl. Ese lugar, ahora vacío, sería mi escondite. Para entrar al berretín, se debía girar hacia arriba el respaldo del asiento trasero hasta que yo pudiera ingresar. Luego, el respaldo volvía a su lugar y yo lo trancaba desde el interior. Como todos los autos ingleses de esa época, el asiento trasero tenía en el centro del respaldo un posabrazos plegable. Este dispositivo sería mi ventanilla de comunicación con mis padres. Ellos irían, como es de suponer,- en los asientos delanteros. Además, en los momentos que pudiera estar abierto me permitiría renovar el aire del berretín.

Todo bien, pero ahora el Vanguard no tiene tanque de combustible. Esto se resolvió colocando dos garrafas de plástico en el baúl. Esto era, en los viajes largos, algo común para disponer de agua o combustible de reserva. Los tapones de las garrafas estaban preparados para instalar un tubo que conducía la gasolina al motor del Vanguard.

Lo cierto es que entre las valijas y demás bultos para el viaje, las garrafas no resultaban sospechosas ni atraían la atención.

El domingo 2 de Julio de 1972 a las 7 de la mañana estaba todo listo para la partida. Esa noche dormí en el cuarto donde ocurrió el accidente, contiguo al garage, para no ser visto por los vecinos saliendo de la casa para ingresar al Vanguard.

Mi madre me dio un relajante muscular -un Valium- e ingresé al berretín del Vanguard. Allí debía de estar en posición fetal hasta llegar a Buenos Aires.

Mi padre es el conductor, mi madre en posición de acompañante. El posabrazos está abierto para poder comunicarnos. El motor se enciende y el Vanguard sale del garage de la casa de Punta Gorda en marcha atrás sin que nadie, en el barrio, pueda notar lo que está realmente sucediendo.

El viaje hasta Colonia fue normal y tranquilo. Nosotros estábamos muy nerviosos. Al llegar a Colonia subí el posabrazos y nos preparamos para la Aduana. A partir de ese momento yo estaba a oscuras y aislado del mundo exterior. Sólo sentía la marcha del Vanguard, su motor.

Mi padre había planificado llegar algo tarde al ferry para hacer más rápida la revisación de la Aduana. La táctica funcionó muy bien. La revisación fue efectivamente rápida y el Vanguard subió al ferry, sentí que el motor se apagaba. Unas dos horas después pasábamos sin problemas la Aduana argentina. Viajando en pleno Buenos Aires quité las trabas del respaldo, lo levanté y entumecido pero radiante salí del berretín para sentarme cómodamente en el asiento trasero y festejar el éxito de la primera etapa del Viaje. Los tres estábamos muy contentos y aliviados.

El plan era pernoctar en San Luis. El lunes de mañana llegaríamos a Mendoza. El Vanguard debía hacer unos 1000 km por carreteras que, en general, estaban en buenas condiciones.

En un comienzo, la pampa húmeda argentina es un plano casi perfecto que permite ir en línea recta a buena velocidad. Luego, en la medida que nos acercamos a Mendoza el paisaje se va ondulando, las rectas se van curvando y el Vanguard va bajando su velocidad.

Si todo va bien, el lunes intentaremos cruzar la Cordillera. Del otro lado está esperándonos Santiago.

Cuando salimos de Montevideo, la Aduana uruguaya nos parecía que era la gran dificultad del viaje. En la medida que nos acercábamos a Mendoza, nos íbamos dando cuenta que la Cordillera de los Andes, en invierno, puede ser un desafío algo mayor que una simple aduanita.

Al llegar a Mendoza fuimos al Automóvil Club para informarnos sobre el estado del paso por la cordillera a Santiago.

Los informes no dejaban dudas. Había nevado mucho y no nos daban muchas esperanzas de que se pudiera abrir el paso en los próximos días. Era un invierno excepcional. Nos instalamos en un hotel a la espera de un cambio del clima.

Pasamos tres días más en Mendoza siguiendo con ansiedad los informes del Automóvil Club. No había perspectiva de apertura. Las nevadas eran cada vez más intensas.

La única posibilidad de pasar a Chile, de acuerdo a la información disponible, era dirigiéndonos al norte, a Salta. A 1200 kilómetros de Mendoza.

Sin muchas opciones decidimos ir a Salta. El viaje lo haríamos en dos etapas. De Mendoza a San Fernando del valle de Catamarca y al otro día de Catamarca a Salta.

El viernes 7 de julio de 1972 partimos de Mendoza hacia San Fernando.

Argentina se encontraba, en ese entonces, gobernada por Alejandro Lanusse, un militar que ocupaba -de facto- la presidencia desde marzo de 1971. En realidad, los militares argentinos, desgraciadamente, se turnaron para ocupar el sillón presidencial durante la mayor parte del siglo XX. Dada mi situación, yo no estaba seguro en la Argentina.

Los tres deseábamos llegar cuanto antes a Chile en donde el gobierno democrático de Salvador Allende me daría asilo.

Sin embargo, había cosas muy positivas en este viaje. Después de todo lo ocurrido en Uruguay, teníamos una gran necesidad de hablar entre los tres. Era un reencuentro muy importante para todos. Si a eso le agregamos paisajes constantemente cambiantes, de mucha belleza, la hospitalidad de las gentes de las provincias argentinas, la buena comida y el buen vino, se comprenderá con facilidad que en realidad teníamos sentimientos encontrados. Por un lado, queríamos terminar rápido el viaje y, por otro, seguir recorriendo la Argentina, charlando tranquilamente.

Cuando llegamos a Salta nos instalamos en un hotel y comenzamos a informarnos sobre el clima y el paso a Chile.

Aparentemente, el paso podría estar abierto. Los camiones, al menos, lo estaban usando.

La cosa no parecía sencilla. El primer tramo era de 160 km hasta una pequeña ciudad denominada San Antonio de los Cobres. La ciudad estaba a una altura de casi 4000 metros. Mi padre ajustó los carburadores del Vanguard para soportar esa altura. Lamentablemente, nosotros no podíamos ser ajustados para lo mismo.

Pernoctamos en Salta y, temprano en la mañana, comenzamos la subida de 160 km hacia San Antonio de los Cobres.

Pronto nos enfrentamos con paisajes que nunca antes habíamos visto. La carretera era sinuosa y avanzaba subiendo y, a veces, bajando por las laderas de lo que nos parecían, para tres uruguayos acostumbrados a cerros de 500 metros, gigantescas montañas y cañones interminables. El poco verde iba dejando paso a una impresionante variedad de colores cobrizos. La vastedad y la soledad de estas primeras arrugas de la cordillera nos producían cierta inquietud. Sabíamos que esto era apenas el comienzo.

Al llegar a San Antonio de los Cobres debíamos cargar combustible, almorzar y obtener información directa sobre el paso a Chile.

Las cosas rápidamente se complicaron. Mi madre se apunó por la altura y tenía dificultades para respirar y moverse.

No había combustible ya que el surtidor del mismo había perdido su dinero en el juego y no repuso el preciado líquido. Como si esto fuera poco, los informes sobre el paso a Chile indicaban que sólo los camiones podían pasar debido a que la nieve ya tenía una altura de 40 cm y estaba tapando la ruta que cruza las enormes salinas de la cordillera.

El personal del Hospital de San Antonio de los Cobres atendió a mi madre y con amabilidad nos dio hospedaje a mi padre y a mí.

Cenamos y pasamos la noche confortablemente en el Hospital. Afuera, todo era oscuridad. Sólo se sentía un fuerte viento helado y seco.

Al otro día, comenzamos la retirada. Obtuvimos combustible suficiente para hacer la bajada a Salta. En la medida que descendíamos, mi madre se iba recuperando.

Los tres sabíamos que el Vanguard no podía llegar a Chile. Había cumplido su misión magníficamente pero no estaba preparado para pasar la cordillera con un invierno tan intenso.

Una vez instalados en Salta, resolvimos intentar ir a Chile en avión usando el documento falso que me había dado el MLN.

Yo sería Ignacio Escañuela y mis padres serían mis tíos. El Vanguard quedó en el estacionamiento de un garage, compramos los pasajes y nos fuimos al aeropuerto de Salta. El vuelo de unos 800 km de distancia iba de Salta a Antofagasta, ciudad del norte de Chile.

El funcionario de la Aduana argentina nos pidió los documentos. Observó el mío y me dijo que era menor de 21 años y no tenía, ni el permiso de menor para viajar, ni el papel de ingreso al país.

Mi ''tío'' le explicó que yo era muy distraído y que había olvidado los papeles en el hotel en Buenos Aires.

El funcionario nos miró seriamente, luego miró nuevamente el documento.

Su rostro indicaba que comprendía perfectamente lo que, en verdad, estaba ocurriendo. Creo que sólo estaba calibrando el riesgo que él podía correr si se hacia el distraido.

Después de unos largos segundos dijo las palabras mágicas:

-Adelante, pueden pasar.

El viaje en avión fue corto y pronto llegamos a Antofagasta. Al fin estábamos en Chile. Ahora teníamos que llegar a Santiago, cosa que no era tan sencilla como suponíamos.

Nos advirtieron que no intentáramos alquilar un auto sin chofer. Para llegar a Santiago debíamos cruzar el desierto de Atacama y eso era un riesgo importante para un conductor extranjero.

Después de varias vueltas, mi padre logró alquilar un taxi, cuyo chofer tenía experiencia en este tipo de viaje.

El martes 11 de julio de 1972, nueve días después de haber partido de Montevideo, llegamos a Santiago. Estábamos cansados luego de un largo viaje de 13 horas desde Antofagasta. Parecía mentira, pero lo habíamos logrado.

Ahora debía contactarme con el MLN en Chile. Todo lo que Osvaldo me había dicho era que fuera a un lugar llamado La Peña de los Parra, que hablara con alguno de ellos y le dijera que buscaba contacto con el MLN.

A la noche del día siguiente, mis padres y yo fuimos a la Peña, una vieja casona en la calle Carmen 340. Cuando llegamos estaba cantando Angel Parra, de manera que nada mejor que disfrutar con mis padres del canto. La Peña era uno de los principales centros del canto popular chileno que, durante el gobierno de Allende, vivía uno de sus mejores momentos.

Al concluir su presentación y luego de los aplausos se retiró del escenario. Yo me acerqué a Angel con ayuda de mi padre y le solicité hablar a solas. Me condujo a una habitación y le expliqué que era un tupa recién llegado que necesitaba contactarme con el MLN. Me dijo que esperara un momento y volvió enseguida con una mujer, me presentó y se retiró saludándonos.

La mujer era miembro del MLN. Me tomó los datos básicos: ''Cleanto llegó'' y la dirección del hotel. Me dijo que esperáramos sin cambiar de hotel hasta que el MLN nos contactara. Nos despedimos y volví a la mesa con mis padres. Ahora estaba cantando Isabel Parra. El lugar era muy cálido y agradable.

El jueves de mañana estaba en la habitación del hotel con mis padres. Era cerca de las 10 y nos preparábamos para salir a pasear por Santiago. Teníamos varios lugares para visitar e incluso pensábamos ir a conocer Viñas del Mar después que el MLN nos contactara. Sentíamos que nos merecíamos unos días de tranquilidad, paseando juntos, antes de que mis padres emprendieran el regreso.

Alguien golpeó la puerta de la habitación y mi madre, que era la que estaba más cerca de la misma, fue a abrirla. Yo no presté demasiada atención ya que suponía era el servicio de limpieza del hotel.

Pero pronto pude percibir que se trataba de otra cosa. Mi madre se saludaba afectuosamente con el visitante. Era alguien que conocía a mis padres, obviamente.

El visitante saludó a mi padre con cariño y se acercó a mí. Era un hombre de mi edad, rubio, delgado y de buen aspecto. Mi visión no daba para mucho más. Me abrazó con fuerza.

-Hola Juanjo, que alegría verlos, soy yo, Willi, tu compañero de liceo. Te estábamos esperando. Cuando tus viejos se vayan, te venís para casa, ya tenemos todo arreglado.

Reconocimientos

Me resulta imposible imaginar este libro sin el respaldo de mi familia.

Mi madre Regina, mi hermana Cristina y mi cuñado Ernesto, mi hija Angela y su esposo Marcelo, mi hija Manuela y su compañero Jasper, mis hijos Juan Manuel y Marcos, mis nietos Nahuel, Irene y Efosa, y mi esposa y compañera de todos los momentos, Mercedes.

Todos ellos me dieron la fuerza necesaria para emprender con alegría el desafío de escribir nuestros recuerdos.

Pero esto no es todo. Los lectores de los borradores de Los Cangrejos, en buena parte queridos amigos y protagonistas de mis recuerdos, fueron también fundamentales. No puedo dejar de nombrarlos con la aclaración de que la lista es, seguramente, incompleta ya que no puedo descartar mis distracciones y los comentarios de otros amables lectores en el futuro. De todos modos, la seguiremos actualizando en cada nueva versión de los borradores de Los Cangrejos Rojos.

Las siguientes personas (en orden alfabético) han constituido un grupo invalorable por sus aportes, opiniones, comentarios o correcciones de los borradores del libro:

Susana Aguerre,

Juan Carlos Ammazzalorso,

Fernando Barreiro,

Laura Bermúdez,

Gustavo Betarte,

Rodrigo Betarte,

Heber Biselli,

Ana Bove,

Carlos Caillabet,

Héctor Cancela,

Alfredo Candán Grajales,

Cloudette Colombo,

Cristina Cornes,

Alicia da Rosa,

Francisco da Rosa,

Sylvia da Rosa,

Eduardo Giménez,

Gastón Gonnet,

Fernando González Guyer,

Graciela Gumila,

Alejandro Gutiérrez,

Gladys Naguila,

Roberto Oliveira,

Ivonne Palhen,

Alberto Pardo,

Jorge Martins,

Giocondo Ravañolo,

Julio Cesar Roldán,

Oscar Sans,

Jorge Sotuyo,

Nora Szasz,

Alvaro Tasistro,

María Topolansky,

María Urquhart,

Noel Vidart,

Omar Viera.



Es oportuno advertir que los antes mencionados no son responsables, en modo alguno, de las opiniones y limitaciones literarias del autor.

En la Web de Los Cangrejos Rojos presentamos una selección de e-mails con comentarios.

De todos modos y con el ánimo de transmitir algo de lo que significó esta experiencia, he reservado dos e-mails de mis hijas. Ambos fueron muy importantes para mí.

Para finalizar, quiero reafirmar el recuerdo, el agradecimiento a Willi, William Whitelaw, mi compañero de Liceo y del MLN, y, en su nombre, a todos aquellos compañeros que ya no están con nosotros.

Ficha técnica

Los 27 capítulos de Los Cangrejos Rojos fueron escritos entre el 30 de noviembre de 2007 y el 27 de noviembre de 2008.

Durante ese tiempo se procesaron aproximadamente 175000 palabras en 64 documentos que, finalmente, cristalizaron en las 40000 palabras de Los Cangrejos Rojos.

Sobre la estructura y los capítulos.

En ese período de tiempo, la estructura del libro evolucionó significativamente a través de tres versiones.

La primera versión es del 30 de noviembre de 2007 y se componía de 21 capítulos. De ellos, nueve no pasarían a las versiones siguientes.

La segunda versión quedó definida el miércoles 6 de febrero de 2008 y el número de capítulos se había reducido a 14. Esta sería la estructura básica del libro.

La tercera versión es del 12 de agosto de 2008 y ya contiene, salvo detalles menores, la estructura actual de los Cangrejos Rojos.

Los capítulos, por su parte, fueron construidos en cuatro etapas:

  1. Resumen y borrador en texto plano.
  2. Borrador depurado con instrucciones para el diagramado.
  3. Versión corregida por otros lectores.
  4. Versión final.

Los capítulos, en su mayoría, no son extensos. Constan promedialmente de 1437 palabras.

El capítulo 27 (El Vanguard) es el mayor con 3926, en tanto que el capítulo 11 (El teléfono) es el menor con 506 palabras.

Los capítulos de Los Cangrejos Rojos no constituyen una secuencia ordenada cronológicamente en forma creciente.

De todos modos, hay algunas reglas en el orden de los capítulos:

  1. Los capítulos que cubren el período que va desde el accidente hasta la llegada a Chile están en orden cronológico creciente y se encuentran ubicados al comienzo y final del libro (Caps. 1, 25 y 27).
  2. los capítulos correspondientes al exilio en Suecia y Francia y el posterior retorno al Uruguay están en orden cronológico creciente (Caps. 3, 5, 9, 10, 13, 14, 16, 18, 20, 22, 23 y 26).
  3. Los capítulos del exilio en Cuba están en orden cronológico decreciente (Caps 7, 15 y 21).
  4. Los capítulos anteriores al accidente no siguen una secuencia ordenada cronológicamente y están intercalados con los del exilio y el retorno al Uruguay ( Caps. 2, 4, 6, 8, 10, 12, 17, 19 y 24).

Sobre el software utilizado

Después de algunas décadas, nuestra memoria no siempre es confiable. A veces, los recuerdos no son nítidos. En otras ocasiones, nos parecen firmes y seguros pero luego comprobamos que no lo son.

Por esto, en ciertas oportunidades nos resultó sumamente útil recurrir a las fotografías obtenidas por los satélites artificiales que pasan discretamente sobre nuestras cabezas.

Concretamente, los escenarios o rutas de los capítulos 1, 3, 4, 7, 8, 9, 13, 17, 18, 21 y 27 fueron reconstruidas o recreadas con la ayuda de Google Earth.

Desde sus primeras etapas, la estructura y los capítulos del libro fueron redactados en LaTeX (o pdfLaTeX), un lenguaje de programación orientado a la organización y preparación de documentos. LaTeX es un instrumento de uso corriente en el ámbito académico, en todo el mundo.

La corrección gramatical fue hecha por muchos de los lectores de los borradores. Como complemento, su usó aspell instanciado con un diccionario de español neutro.

Google, la wikipedia, WordReference.com y el diccionario On-Line de la RAE fueron intensamente usados durante todo el proceso de redacción del libro.

Finalmente, los lectores de los borradores de Los Cangrejos Rojos recibieron las versiones sucesivas en archivos PDF enviados por e-mail.

Todas las herramientas de software utilizadas en Los Cangrejos Rojos son de acceso libre y gratuito.

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Sobre este documento...

LOS CANGREJOS ROJOS
y otras historias de un sobreviviente.

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Copyright © 1993, 1994, 1995, 1996, Nikos Drakos, Computer Based Learning Unit, University of Leeds.
Copyright © 1997, 1998, 1999, Ross Moore, Mathematics Department, Macquarie University, Sydney.

The command line arguments were:
latex2html -split 1 -show_section_numbers librojjc.tex

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